Sexto número

Los acasos, de Ian García

A mí de veras me asombra la vida y sus caminos. Me asombran los acasos. Como dice la famosa canción del colombiano Omar Geles: «Los caminos de la vida / no son como yo pensaba, / como los imaginaba. / No son como yo creía». Cuando uno menos se da cuenta, los caminos cambian, y por eso me asombran. A decir verdad, me dejan los pelos de punta. Porque a veces, por estúpido que suene, los caminos de la vida sí son como yo creía. Contrariando al negro Geles: los caminos de la vida sí son como yo pensaba. 

Pienso, por ejemplo, en Juan Carrizo. El reputado novelista, y más relevante exponente de la novela contemporánea española, Juan Carrizo: el grandioso Carrizo. Iba caminando por las calles de Barcelona un día, tan tranquilo como siempre —aunque distraído el muy idiota—, cuando se topa de repente con que un autobús de la línea Europass le embiste, mientras él cruza por la cebra. El autobús le rompe tres costillas y la pierna izquierda (ya se sabe que los escritores españoles flaquean mucho por ese lado), y, mala hora en que decidió salir a dar un paseo, acaba en el hospital con una sonda metida en la uretra. 

 ¡Mala hora! Juan Carrizo llevaba deprimido cerca de tres años —años ágrafos, por supuesto, y muy tristes—, y, justamente el día en que decide que vivir vale la pena, justo la tarde en que resuelve ponerse de pie y salir a las calles de La Barceloneta a tomar el sol, un imbécil medio dormido le atropella y casi acaba con la literatura en lengua castellana. ¡Vaya bribón! (Me he olvidado de mencionar el pequeño detalle de que aquel imbécil medio dormido era yo, pues entonces trabajaba como conductor de Europass, en Barcelona, debido a la falta de trabajo para escritores latinoamericanos en España. Y porque los caminos de la vida, que dijera Omar Geles, no eran como imaginaba). 

Total, Juan Carrizo llega al hospital inconsciente, en camilla —tres costillas partidas en dos como una zanahoria—, y, en medio de la operación, cuando un doctor novato, por no decir mediocre, le mete tremendo escalpelo por el costado, se le ocurre el argumento de su siguiente novela. ¡En el quirófano! ¡La mejor novela de Juan Carrizo se le ocurrió en el quirófano, y medio abierto! (Por lo que es fácil deducir que yo fui algo así como el coautor de esa maldita novela, y me corresponde por lo menos una pequeña parte de las regalías. Aunque, bueno, no nos pongamos estupendos. Digamos una tercera parte). 

El invicto Juan Carrizo se hallaba, como es de suponer, todavía en ese tránsito entre la vigilia y el sueño —como solía decir Nietzsche—: medio sedado por la anestesia general, medio despierto, y, sin embargo, pudo imaginar la historia de su siguiente libro. La que era, por lo demás, breve y muy sencilla. Veamos: 

Jonás Carmín, su protagonista —trasunto del propio Juan Carrizo, como indican las iniciales—, un reconocido poeta mexicano, dirigente del Parnaso del Anáhuac, va paseando un día por la avenida Reforma, en el centro de la Ciudad de México, cuando un trolebús inmenso se lo lleva de corbata y le mata. (Yo leí la novela, muy buena, por cierto, aunque me pareció que Carrizo exageraba la nota un pelín. ¡Porque él mismo no había muerto! En cambio, Jonás Carmín, su protagonista ficticio, había muerto asesinado por un trolebús en la Ciudad de México. Que en paz descanse la literatura mexicana, ¿no? Quien no vea el racismo es o muy ciego o muy europeo). 

Como sea, tales argucias inventaba Carrizo —un Carrizo a medio camino entre un sonámbulo y un zombi—, mientras una enfermera le enjugaba el abdomen ensangrentado con un paño y él se encontraba un poco dormido y un poco prodigioso, cuando le vi, tendido en la sala del quirófano (porque por las noches trabajaba yo en el hospital Vall d´Hebron, como secretario de oficina. Lo que no resulta raro, por increíble que parezca, pues la crisis en España es dura y yo soy un escritor latinoamericano y tengo mujer). 

Le vi y me dije ¡la puta madre! ¡No lo maté al desgraciado! ¡Sobrevivió! Y eso lo cuenta el propio Juan en su novela, cuando un conductor de trolebús visita a un agonizante Jonás Carmín en el hospital 1º de Noviembre, en el corazón de la Ciudad de México. Y el conductor de trolebús, que a su vez es enfermero del hospital 1º de Noviembre, se dice a sí mismo ¡cómo no maté a este hijo de la chingada! (Y el conductor del trolebús era enfermero porque a su vez él mismo era poeta y no hay mucho trabajo para poetas en México, sean estos de la nacionalidad que sean). 

El accidente de tránsito, es cierto, había regalado a Juan Carrizo una hemorragia, siete huesos rotos y la penosa consecuencia de no poder caminar durante por lo menos un año. Aunque también había obrado en su beneficio, con no menor suerte: ágrafo durante una temporada de casi cuatro años, tiempo en el que los periódicos de Cataluña lo habían considerado ya un depresivo crónico, Juan Carrizo contaba ahora con una historia para su siguiente superventas. ¡Y ello gracias a mí! ¡El conductor de un autobús de Europass! 

Salió de terapia intensiva el fin de semana que siguió al accidente y se puso manos a la obra —nunca mejor dicho—. Los huesos rotos ya ni los recordaba, escribía acodado en su novísima silla de ruedas y fumaba, aunque hacía tiempo que además de no redactar una sola página, tampoco leía ni fumaba. Inhalaba el humo como quien no ha probado tabaco en su vida. En poco tiempo, tres meses aproximadamente, terminó la novela, que tituló, con muy poca creatividad, Obras del destino. (Sí que son ingeniosos estos hijos de Cervantes). Corrió de inmediato —aunque esto no es más que un modo de hablar, porque en realidad iba cojeando, con una muleta en cada brazo—, y, decidido, se apersonó directamente con el dueño de la Editorial Alpargata (donde, por casualidad, había comenzado yo a trabajar como conserje, en busca de hacer contactos con el mundillo editorial barcelonés, aunque no atinara más que a conectar con el mundillo de la mierda del mundillo editorial barcelonés: literalmente, pues limpiaba sus baños). 

Menudo tocho me has traído, dijo Hernán —Hernán Gorgias, quien entonces se hallaba a la cabeza, todavía, de la Editorial Alpargata (la Editorial Alpargata no se llama, en realidad, Editorial Alpargata, por supuesto, y, claro, Hernán Gorgias no se llama Hernán Gorgias, como tampoco Juan Carrizo se llama Juan Carrizo de verdad. Guardemos el secreto)—. Después de no saber de ti por siglos, tío, dijo Gorgias, te lo tenías bien guardado, ¡eh, cabroncete! Estuve bastante absorbido por mi producción creativa, respondió Juan, mintiendo como una colegiala, disculpa si no había venido a verte. Hombre, respondió Hernán de vuelta, no tienes por qué excusarte, ya os conozco a ustedes los artistas, ¡hijos de la gran puta! Luego platicaron de menudencias sin importancia, y, al dejar las oficinas, Juan Carrizo se sintió, por primera vez en mucho tiempo, pleno. (Esto lo sé pues me encontraba parapetado detrás de la puerta de la sala de juntas de la Editorial Alpargata, de modo que escuché la historia mucho antes de leer la novela. Mucho antes de que Carrizo la publicara. Y también escuché la llamada telefónica que Juan le hizo a su exmujer, a quien tildaba de golfa e histérica, cuando salió de la editorial. La tildaba de golfa e histérica, es cierto, aunque le agradecía soberanamente por haberle dejado por aquel instructor de gimnasio, lo que sin duda fue un aliciente intelectual para que Juan Carrizo no decayera, se restituyera y saliera a flote como el titán literario que en el fondo era. ¡Gracias, amor mío!, le gritó Juan a la bocina del celular, colgó la llamada y suspiró aliviado). 

Ahora un breve paréntesis teórico: resulta inverosímil, o hasta estúpido, cuán triste es la vida de un novelista que no consigue hacer lo único que saber hacer, es decir, contar historias. Sin embargo, es mucho más idiota y terrible, absolutamente horroroso, cuando escribir es como hacerte un harakiri. (Ya digo que me pone los pelos de punta). 

A Juan Carrizo lo atropelló y mató, esa misma tarde, un taxi que pasaba sin cuidado sobre la Carrer d’Aragó, a más de cien kilómetros por hora. Hecho con el cual, sin quererlo y sin ninguna clase sorna, aunque inevitablemente, reí a carcajadas. Me lo contó mi mujer, cuando lo leyó en El País, a la mañana siguiente. Entonces pensé en demasiados asuntos inconexos: en la literatura hispanoamericana, en España, en México y en Buenos Aires (no sé a cuento de qué me vino a la mente Buenos Aires: nunca he estado en esa ciudad), en los caminos de la vida, en Colombia, y, por encima de todo, en esa virulenta canción del negro Omar Geles. 

—De paso, fue entonces también que decidí escribir esta historia, cambiando los nombres de los protagonistas por otros muy parecidos para que el lector avisado les reconociera fácilmente (Los caminos de la vida sonaba de fondo, mientras mi mujer lavaba los trastes, de ahí la referencia)—. Culminemos con un breve recuento de los hechos: 

Juan Carrizo no había tecleado una sola palabra en su computador, desde hacía tres años. Luego, tras un accidente de tránsito, decide escribir una novela sobre un escritor que tiene un accidente de tránsito. El suyo, quiero decir, el de Juan, no había tenido mayores consecuencias, más allá de dos o tres cirugías y la irremediable molestia de no poder caminar derecho el resto de su vida. A su personaje, en cambio, Jonás Carmín, lo había matado en el interior de su nueva novela, Obras del destino, un trolebús en la Ciudad de México. ¿Quién iba a decir que, esa misma tarde, después de dejar al editor Hernán Gorgias en su cómodo despacho barcelonés, iba a matarlo también a él, Juan Carrizo, un taxi perdido en las avenidas soporíferas de la ciudad condal? ¿Quién iba a decir que después de gritarle a la bocina del celular «puta golfa de los cojones» iba a matarlo un extraviado infeliz al volante? En fin, por pura casualidad, es decir, por un acaso de la vida, yo no iba manejando ese taxi. Y eso me deja un poco más tranquilo: los caminos de la vida… 

Ian García

Ian García

(Ciudad de México, 1997). Se diplomó en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria «Xavier Villaurrutia» (INBA). Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de México y maestro en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Ha publicado poemas y cuentos en revistas literarias de México y España; tales como Cuatro versos (Monterrey, 2017), Autor/La nueva generación de escritores hispanohablantes (Madrid, 2018), Polen (Guanajuato, 2020).

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