Sexto número

Un accidente, cuento de Mauricio Mejía Romero

Unos pájaros, que imaginé posados en el pretil de la ventana, comenzaron a cantar. En una situación normal ese sonido me hubiera causado placer, pero ahora provocó en mí una sensación de derrota pues hizo que me percatara del albor que iluminaba el cuarto: había pasado toda la noche sin poder dormir. Cerré los ojos para no ver la luz, aunque aún podía percibirla a través de mis párpados; sentía los miembros adoloridos al no haber encontrado en toda la noche una posición que los hiciera descansar, y una fuerte opresión en el rostro me impedía concentrarme lo suficiente para aislar alguna imagen de entre el torrente que pasaba incesante por mi mente. El rugido de una motocicleta rompió el canto de los pájaros y provocó el ladrido de unos perros, y luego pude escuchar el rumor de motores y llantas de coches y camiones que cruzaban la avenida. ¿Siembre había tanto ruido? ¿Cómo es que no me despertaba normalmente? ¿Cómo podía seguir durmiendo con la luz tan intensa que penetraba mis delgadas cortinas, y con el sofocante calor de la mañana? Sentí que empeoraba el dolor de cabeza, y más porque no podía dejar de pensar en él. Abrí los ojos y me enderecé, pero ese esfuerzo fue suficiente para marearme y obligarme a permanecer inmóvil unos segundos; cuando todo dejó de moverse, abrí el cajón de la mesa que tenía a mi lado, saqué dos Aspirinas y las tragué en seco. Me volví a recostar, mirando el techo, y traté de distraerme jugando a seguir los pasos que escuchaba, imaginando las caricaturas de unas huellas que se dibujaban y desaparecían en el techo. Escuché entonces el rechinido de la puerta de Sam, y luego la del baño que se cerraba. Sentí cómo mis palpitaciones aumentaban; quería salir y verlo, pero también tenía miedo de hacerlo. No estaba seguro de si quería hablar de lo que había pasado o si quería fingir que jamás había sucedido, y me sentí ridículo ensayando conversaciones banales en mi mente que jamás podrían engañarlo.  Quizá debería quedarme en silencio y dejar que él decidiera cómo continuar; él siempre sabía. Pero debía ir, y por eso, cuando escuché cómo abría la llave de la regadera, aparté las delgadas sábanas y me levanté. 

Lentamente y en silencio me puse unos shorts y una camiseta antes de salir de mi cuarto. Al pasar por la puerta entreabierta del cuarto de Sam pude ver que su cama estaba tendida: tampoco había dormido, y ni siquiera lo había intentado. Fui a la cocina y puse café para los dos; mientras esperaba abrí mecánicamente el refrigerador, pero apenas lo hice sentí náuseas y ganas de vomitar, por lo que cerré la puerta y me recargué en la alacena, esperando, pensando distraídamente mientras escuchaba el siseo de la cafetera y el agua de la regadera. Esos minutos me parecieron interminables, pero finalmente escuché cómo cerraba la llave, y antes de que la puerta se abriera me volteé, dándole la espalda a las pisadas de mi amigo. 

—Preparé café. ¿Quieres? 

—Sí, gracias. 

Serví el café cuando la maquina dejó de hacer ruido, repasando mentalmente cómo hablar de lo ocurrido; sin embargo, como vi que no sabía cómo hacerlo, dejé de revolver la crema y me volví, extendiendo la mano con su taza sin voltear a ver su rostro. Me agradeció; yo me adelanté y senté en la pequeña mesa mientras revolvía distraídamente mi café. 

—Nunca estás despierto a esta hora. 

—No pude dormir —contesté. 

El silencio que siguió a mi respuesta se hizo tan insoportable que tuve que voltear a verlo. Estaba con la espalda recargada en el marco de la puerta, con una toalla mojada alrededor de la cintura, tomando la taza con tanto cuidado como si temiera dejarla caer de pronto. Sus ojos oscuros me miraban vacilantes y tenía en su rostro una expresión que sólo había visto en otra ocasión, cuando pasé dos noches en el hospital por un dolor de riñón. Se chupaba los labios como hacía siempre que estaba nervioso y no supe si las gotas que resbalaban por su cuello y torso desnudo eran sudor producto del baño o del miedo, pero sí noté que tenía el vello erizado y lo dominaba un pequeño temblor a pesar del calor que estaba haciendo. 

—No había nadie. No hay forma de que alguien sepa lo que sucedió —dijo con la voz queda, casi con un susurro. Como no contesté se adelantó, se sentó a mi lado y puso su mano en mi antebrazo—. ¿Estás bien? 

—¿Y si había alguna cámara? ¿Una de esas de vigilancia? —pregunté con la voz quebrada. 

—No seas idiota —respondió agitado, pero rápidamente vi que lamentaba haberme hablado así, y suavizó su tono para tranquilizarme—. Ya hablamos de eso: no había ninguna; lo revisamos. ¿Y para qué habría cámaras en esa zona? 

De cierta forma, su primer respuesta me tranquilizó más que su explicación: escucharlo adoptar el tono despreocupado con el que nos hablaríamos en una situación normal me permitió liberarme momentáneamente del peso que sentía, e incluso pude esbozar la sombra de una sonrisa que se borró con rapidez. Asentí, y guardamos silencio mientras observábamos nuestras tazas. 

—No fue nuestra culpa. Lo sabes, ¿verdad? 

—Bueno, sé que no fue la tuya —contesté sin pensarlo. 

—Tampoco fue la tuya; no fue culpa de nadie —afirmó enérgicamente. Me miró con tal intensidad que por un momento me sentí seguro de lo que decía—. Sólo fue un accidente. 

—Quizá deberíamos ver las noticias. Por si acaso. 

—Sí —respondió—, quizá sea buena idea. Seguro sale algo. 

Se levantó y encendió el pequeño televisor. Se quedó parado; yo no podía ver nada más que su espalda, pero no quise pedirle que se moviera, por lo que me limité a escuchar la narración de cosas ocurridas en otros lugares del mundo antes de pasar a las inundaciones, asesinatos, robos, violaciones y enfrentamientos locales. Nunca le había puesto realmente atención a un noticiero: siempre había sido una suerte de ruido de fondo en casa de mis padres, y aquí nadie se molestaba en ponerlo, por lo que me sorprendió un poco la voz del reportero que repasaba con rapidez una lista que me pareció interminable. Cada que terminaba el breve segmento en el que reportaba la captura de un delincuente, un robo que había salido mal o el asesinato de varias personas en una casa, aguantaba la respiración mientras anunciaban el próximo, esperando escuchar algo más familiar, algo que pudiera reconocer. 

Entonces apareció. Cuando escuché el nombre de la colonia y la calle me levanté con rapidez para poder ver la pantalla: dos patrullas bloqueaban el paso y una ambulancia se veía a la distancia; la silueta borrosa de los paramédicos era opacada por los policías que intentaban contener a la curiosa multitud y un señor abrazaba a una mujer que lloraba con desesperación intentando alcanzar la ambulancia. No lo veía, pero dejé de escuchar la respiración de Sam y empecé a escuchar, en su lugar, el acelerado latir de su corazón; los dos veíamos absortos la pantalla, esperando que el reportero se dirigiera a nosotros y nos apuntara con el dedo antes de que la puerta se viniera abajo y un torrente de policías y ciudadanos furiosos nos arrastraran para encarcelarnos o matarnos. 

Pero, entonces, terminó. No pasaron más de quince segundos entre la primera y la última palabra dedicadas a esa noticia antes de pasar a la siguiente. Casi respiré aliviado mientras veía cómo todo se perdía entre tantas otras cosas, entre crímenes intencionales y accidentes, desgracias y escándalos de corrupción, asesinatos, violaciones, robos, la lista de las manifestaciones del día y, finalmente, los deportes. 

—¿Lo ves? No pasó nada. 

Mauricio Mejía Romero

Mauricio Mejía Romero

(Ciudad de México, 1995) Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Escribe cuento, ensayo y novela. Ha sido publicado en las revistas Aion.mxPunto de partidaRevista Sinfín y Tintero Blanco.

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