Incendios. El pájaro; los cuerpos que come y defeca. Perras en cascos. La cerda vestida de monja. Lagos nauseabundos, balsas enraizadas y la mujer con el dedo en su cabeza.
Así lo recuerdo. Eso y más mirábamos en el catálogo de bestias de El bosco, obedeciendo el manual para rescatarlas, cuando nos hicimos del rino. O más bien lo que quedaba de él, pues las aves rapaces le habían devorado el cuerpo, dejándole únicamente la cabeza. Salvar bestias del infierno es más que un juego de azar: el jugador elige una, estudia su sitio y gira la tuerca que debe coincidir con la dirección deseada. Si da de buenas, una voz corrobora los datos anunciando: “bestia número (x), al tobogán”. Y la bestia número (x) se desliza por el tobogán inmenso que le lleva hasta la casa del jugador, quien debe hacerse cargo del espectro.
Es en la fuerza de unión de un par de dedos —el índice y el pulgar— donde radica la voluntad de liberar bestias. Pero no es cosa fácil. Un giro de tuerca, por insignificante que se vea, requiere una estimulación manual de taxidermista, conteo preciso, intención. Nuestro hallazgo significó encontrar con las formas mentales —sin el uso de los dedos— de darle vuelta a la tuerca. Qué sorpresiva la forma en que la cabeza llegó a instalarse a la casa, donde la resguardamos.
Lo sabíamos, ese oficio de asilo no es más es un acto egoísta disfrazado de altruismo vehemencial. Liberar bestias es situarse, por mero disfrute, en ese limbo entre vida y muerte para probar que se tiene autoridad en algo, que se puede jugar a ser dios, porque quien salva bestias renueva paces con almas que han tenido su sentencia en el juicio final.
Además, lo que nadie cuenta es que salvar bestias esconde una gran ventaja, pues ellas se ven obligadas a entregar favores en gratitud al auxilio. La desesperación que empuja a iniciarse en el juego es algo más que no se cuenta; ya que nadie quiere admitir la importancia, o peor, la necesidad de una bestia en sus vidas. Así tú y yo cuando ocultamos al mundo lo que ocurría en casa. Evitar que algún familiar o amigo se quedara al anochecer requirió mucho empeño. Aún guardo nuestro intento de espantar los chillidos. Los remedios de canela y eucalipto en las paredes. Y el día en que, ya vencidos, decidimos iniciar el juego.
Cuando la cabeza del rino llegó recuerdo gritar largo rato mientras que tú, en absoluta diligencia, limpiabas con piedras el cuerno. Luego anunciaste que un rinoceronte era de buen augurio y que en su cuerno radicaba el poder. Fue verdad, desde su instalación ninguna noche volvió a temblar y no vimos más a la colonia de murciélagos que venía por sangre. Tú, en total agradecimiento, lustrabas su cuerno en las mañanas y si acaso algún perdido regresaba, su destino era ser atravesado por el rino, quien no faltaba en cumplir su labor. Cuando eso ocurría, redactabas ecuánimes misivas. Eran las perras en cascos quienes llegaban por ellas. Nunca pregunté tu afán por enviarlas, tampoco sus significados, solo quedaba expectante a tus suaves maniobras con el papel.
Nunca falló. Al día siguiente el cuerno amanecía impecable, sin el murciélago en turno colgando. Nunca supe dónde acababan. Tú parecías tener la misma duda, pero ambos preferíamos no preguntar. Así sucesivamente se acabaron las noches intranquilas, o por lo menos para mí, porque a ti te seducía velar la casa y ser guardia del rino, quien era una cabeza colgada en nuestra pared, a manera de orgullo, un estandarte que ambos mirábamos en secreto porque a nadie lo podíamos mostrar.
Fue así como tu insomnio y la vergüenza de lo oculto se volvieron los nuevos males de la casa. Necesitaste entonces una bestia que te arrullara para conseguir el sueño y otra con el poder de invisibilizar a las que se alojaban con nosotros, por si acaso una visita.
Con los créditos obtenidos por nuestro hallazgo en el juego, decidiste probar suerte en otros catálogos. Así anduviste infiernos como los de Athanasius, Brueghel y Botticelli, jugando a ser dios, caminando entre limbos, girando tuercas. Así el cornetista del árbol de Pieter Huys se volvió tu arrullo personal. En la emoción de su llegada ni tú ni yo advertimos los posibles estragos del arrullo de una bestia. No habríamos creído tu estado actual de extravío entre tus propios sueños.
Desde entonces, tu lecho ─aquel mueble rojo de terciopelo─, ha sido cubierto con sándalo y corteza de roble para que luzcas intacto a la opacidad de los años que han pasado sobre ti.
Hoy echo llave a nuestra casa, pero se queda el cornetista, con su tonada de fondo escribo esto que será entregado a las perras en cascos. No sé a dónde lo lleven, quizá sea la carta que nunca llega. Pero también, cabe la posibilidad, puede que te encuentre jugando ahí entre sueños tu propio giro de tuercas.
Meryvid Pérez
Imagen de cabecera: «Ave fénix» de María Paula Hinojosa.

(Mérida, 1998) Estudia la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Es técnico en Creación Literaria por el Centro Estatal de Bellas Artes. Fue becaria del Décimo Tercer Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (f, l, m.). Textos suyos han sido publicados en las revistas Penumbria, Efecto Antabus, Tierra Adentro y Punto en línea. Forma parte del equipo editorial de las revistas «Temas Antropológicos» (UADY) y «Entropía» (UNMS).
0 comments on “Remembranza del juego, de Meryvid Pérez ”