Recuerdo aquel invierno que pasé en la casa de mis abuelos, en un pueblo perdido a las afueras de Chihuahua.
Había poco más de cien personas viviendo ahí. Cinco eran niños, como yo. De inmediato se acercaron a mí. Era nuevo, extraño, les daba curiosidad, pues venía de la ciudad.
—Son muy chistosos los que vienen de allá —me decían—, se quedan poco y luego nunca vuelven.
No les dije que yo tampoco iba por gusto, aunque no recuerdo muy bien por qué mis padres me enviaron con los abuelos. Durante esos dos eternos meses, Juan, Óscar, Irma, Sergio y Morayma, se convirtieron en las únicas personas que me entendían.
Los abuelos eran severos, me despertaban muy temprano, como si esperaran que trabajara tan duro como ellos, pero luego me dejaban en la casa, esperando mientras ellos cumplían sus tareas matutinas. Los primeros días, al regresar, me encontraban dormido y me caía un regaño: que porque me habían encargado cuidar la casa, que alguien podía haber entrado, que no había podido aguantar ni una hora. Qué lata, yo solo quería dormir. Como sea, me fui acostumbrando al nuevo horario y a los pocos días los esperaba despierto.
Después del almuerzo, me permitían salir a jugar. El primer día salí a explorar el pueblo. La gente me veía como si fuera un ser de un planeta diferente, aunque no entendía por qué. Me senté frente a la casa de los abuelos, viendo mi sombra moverse mientras transcurría el día.
Los cinco niños se acercaron a mí. Ellos no parecían juzgarme como los adultos.
—Vamos a jugar —dijo Juan… o tal vez fue Sergio.
Desde ese momento siempre salíamos a jugar juntos. Los seis corríamos al monte que delimitaba el pueblo por uno de sus lados. Jugábamos a los bandoleros, a los revolucionarios. Yo no sabía qué era eso. Alguna vez había escuchado a mis padres hablar sobre la Revolución, sin prestar atención. Pasábamos horas corriendo y saltando hasta terminar exhaustos. Los días caían como las últimas hojas que el otoño dejó.
Un día, mientras corríamos al monte, lo vi, sentado bajo un árbol. Ambos grises, viejo y árbol, lucían cercanos a la muerte. Parecía dormido. Hasta ese momento no había notado ese árbol, el más grande que había visto. Juan decía que en primavera reverdecía y se veía aún más grande y en verano su sombra era el único lugar fresco del pueblo.
Me quedé unos segundos observándolo. Se veía mayor que mis padres, incluso más viejo que los abuelos. Irma me jaló del brazo.
—No te le acerques —me dijo.
Ante mi insistencia de saber por qué, al llegar al monte escuché cuatro versiones diferentes de la misma historia:
—Dicen que se volvió loco hace muchos años —dijo Irma—, mató a su esposa y a sus hijos, y desde entonces vaga por todo el estado y rapta los niños que se encuentra a su paso.
Sergio decía que el hombre era un fantasma.
—Lo culparon de crímenes que no cometió, lo colgaron de un árbol, y ahora deambula intentando vengarse de quienes lo mataron.
El hombre, según Juan, había peleado en la Revolución.
—Mató tanta gente que el remordimiento lo volvió loco. Él mismo se colgó del árbol.
Morayma tenía una versión muy diferente.
—Estaba enamorado, pero su amada huyó con un general de la Revolución. Nunca se pudo recuperar de la pérdida.
Yo no creí ninguna de las historias. Ese hombre no se veía como un asesino, o como un fantasma, menos como un revolucionario… no es que yo supiera cómo se veía uno. Tampoco le iba a preguntar. Decidí dejar el asunto de lado y seguir jugando.
No pasó mucho tiempo hasta que vimos al hombre acercarse a nosotros. Hasta entonces pude verlo bien: tenía la mirada cansada, como quien ha vivido mucho; la piel morena y seca; el rostro, aunque severo, no parecía hostil. No sé cuánto tiempo estuvimos así, todos detenidos, mirando al hombre.
—¿Me tienen miedo? —dijo, y su voz pareció regresar el tiempo a la normalidad.
Nadie respondió.
Sin decir otra palabra, el hombre regresó por donde había venido y volvió a sentarse bajo su árbol. Intentamos reanudar el juego, pero estábamos inquietos. Sin hablar, todos decidimos acercarnos al hombre. Nos sentamos frente a él, esperando que nos dijera algo.
—¿Me tienen miedo? —preguntó otra vez.
De nuevo, nadie respondió, pero esta vez no era verdad. Ninguno le temía.
El hombre sonrió, se acomodó en su lugar, y comenzó a hablar. No recuerdo las historias que nos contó ese día. Tenían que ver con la revolución, o tal vez con alguna otra guerra del pasado. O tal vez ni siquiera eran de una guerra, y eran historias de aventura. O de amor. O de miedo. Estuvimos horas escuchándolo. Cuando me di cuenta, el sol estaba por ocultarse. Al terminar la última historia, cerró los ojos y se quedó dormido. Nos levantamos y regresamos a nuestras casas.
De camino, nos sentíamos más animados. El miedo que habíamos sentido en un principio cambió a admiración y fascinación.
—¿Cuántos años creen que tenga? —preguntó Morayma.
—Está muy viejo —respondió Juan—. Unos cuarenta.
—No seas tonto —le recriminó Óscar—. Si mi abuelo tiene 65 y él se ve más viejito.
—Todos —dije, como si eso tuviera sentido—. Yo creo que tiene todos los años.
Los seis miramos al frente y continuamos caminando. Aceptamos eso como una verdad. Me despedí de mis nuevos amigos y entre a la casa. Esa noche no pude dormir pensando en las historias que nos había contado el hombre.
Durante la siguiente semana, me desperté muy temprano todos los días. Ayudaba a los abuelos en sus quehaceres, ahora con gusto, con tal de poder salir con mis amigos a escuchar las historias del hombre. Cada día nos sentábamos frente a él y lo dejábamos hablar hasta que caía dormido.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Irma un día.
—Refugio— respondió él, extrañado, como si no hubiera dicho su nombre en mucho tiempo.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté.
Se quedó unos segundos en silencio. Pensando. Como si intentara calcular mentalmente su edad.
—No me acuerdo —dijo—. Yo creo que todos.
Los seis sonreímos en complicidad.
En casa de mis abuelos las cosas habían cambiado. Todos los días acompañaba al abuelo a recoger los huevos del gallinero, luego ayudaba a la abuela a lavar los platos después del almuerzo. Después salía impacientemente a nuestra reunión con Refugio.
—Ya no tengo más historias para contarles —dijo una vez—. Vuelvan mañana, tal vez tenga más.
Un poco decepcionados, nos alejamos. Nunca había durado tan poco tiempo contándonos historias como ese día. Estará cansado, pensé, está muy viejo. Esa fue una noche inquieta. No podía dormir. Me quedé hasta muy tarde dando vueltas en la cama.
Al día siguiente, cuando volvimos a sentarnos frente al árbol, frente a Refugio, éste seguía durmiendo. Nos quedamos ahí, observándolo.
—Se murió —dijo Irma, o tal vez fue Sergio, como si fuera lo más natural.
No nos asustamos. Lentamente, uno por uno, nos fuimos poniendo de pie para emprender el camino de regreso. Yo fui el último. Mientras me alejaba, miré hacia atrás para observar a Refugio: estaba en paz, había contado todo lo que tenía que contar y podía al fin descansar.
Lo enterraron bajo el árbol. Esa noche, un viento helado, invernal, nos caló en los huesos.
A la mañana siguiente, después de almorzar, salí con mis amigos, sin saber muy bien qué hacer. Al pasar frente al árbol, nos detuvo la extraña vista: el árbol había florecido, el terreno que lo rodeaba estaba verde y lleno de flores. Una paloma gris, sentada al pie del árbol, echó a volar cuando nos vio.
Sonreí.
Después de ese invierno, nunca volví a saber de Juan, Óscar, Irma, Sergio ni Morayma. Si no fuera porque lo estoy escribiendo aquí, estoy seguro de que los habría olvidado, como he olvidado el nombre del pueblo.
El árbol, me dijo mi abuela en la última carta que me envió antes de morir, estuvo verde todos los inviernos siguientes.
Armando Góngora Moreno

(Ciudad Juárez, Chihuahua, 1993) Licenciado en Literatura Hispanomexicana. Ex miembro y secretario de la REDNELL. Actualmente docente de creación literaria y teatro a nivel preparatoria.
0 comments on “Refugio, de Armando Góngora Moreno”