Quinto número

Mauricio Moncada de León, «Suicidio de mi Otro»: Luis Mario Carmona Márquez

En los poemas de Mauricio Moncada León las ideas se revuelcan una y otra vez, intentan abandonarse y superarse a sí mismas en la corriente unívoca de la representación. Torbellino de calvario: gota a gota, las palabras sangran una imagen distinta. La flagelación de las palabras, la herramienta y el objetivo del poeta. Sangrar es testimonio del contacto, luego nos vemos convertidos en esa misma herida y nos extasiamos. Somos una apertura que busca cerrarse, somos un signo que busca el sentido. El dolor sirve tanto para el acto erótico, como para el asceta: el éxtasis que termina en la extinción. Los poemas transcurren el mismo camino, sufren, pero su miseria conlleva al placer, y finalmente, acabar en orgasmo final: la imagen nítida del “yo” junto a Otro. El sufrimiento nos hace creer que hay algo más allá que es la causa de las penas y, por ende, su solución. El dolor es el reflejo de la relación erotismo y mística:

dios duerme su nombre recalcitrante

deseo en el domino de la po-ética (24).

El poeta se une con las imágenes que invoca y ambos, particip(ama)ntes, se desvanecen. Moncada León se rompe, y se esfuma en el silencio poético:

llégate al sendero de la mancha mi nombre

hasta que desbordes de mi boca en silencio

es tristeza o muerte este canto

apenas sonrojo de ensoñación (30).

Dolerse, herirse, es morir un poco todos los días, pero es la infalible forma de saber si estamos vivos, la prueba de Otro cuerpo indestructible. El paso final, el orgasmo, se confunde con la muerte, el término de todas las cosas: “muerta en la esencia del orgasmo”. Freud había especulado las relaciones del orgasmo con las reacciones del horror. Frente a la muerte las sensaciones son análogas. Estar frente a ella es abandonarnos o aligerarnos de algo. Y es que no puede existir el cambio sin el movimiento: siempre se arroja algo atrás. Las palabras-cuerpos que intentan ir más allá abandonan su condición estática que es el sustento de su existencia. Al negarse, se pierden por un deseo de volver a unirse a Otra cosa: buscan un cuerpo. Para ir y recuperar necesariamente hay que morir un poco. No obstante, el deceso es fundamental: sin él no se avanza y únicamente con él nos esfumamos como el orgasmo, la muerte auténtica. El motor de la defunción es el deseo. Consumir todo: desear la muerte es quitarle su poder terrorífico y significarla por algo más. La muerte asciende por el deseo. El martirio y el dolor, caminos para la muerte, son parte del proceso para la unión final. El poema sucumbe en cada verso para lograr su objetivo. Cada palabra debe sacrificarse. ¿Hasta dónde es capaz de llegar?: “Un poema al borde de su manifestación” (35), revelación de algo que no se dice, pero ocurre.

La apertura hecha por la negación deja espacio para el Otro: por la herida mortal, ese coagulo inacabable, entra y nos posee. Aceptar al Otro implica auto-inmolación. Moncada crea la fórmula para sacrificarse como individuo y sujeto cartesiano. El “yo existo” no es más que una sombra cuando se pone a prueba en el poema, frente a frente con las palabras que se hieren por sí mismas, y se transforman. Salir de mí mismo es abrir la oportunidad de copular o unirme a la Otredad. “Ars moriendi”, uno de los poemas más representativos, es un método y una visión final. Más que aprender a morir, doler y perecer, es reclamarme como una muerte sublime, señalarme como falsedad, algo que no puede representar del todo lo que “yo” significo en verdad. Junto al Otro, me comprendo: soy algo que se anega en sus palabras, en su propia idealización que nunca se completa, y por lo tanto, no soy sin Otro. Entonces se invoca en un ritual erótico. Al entregarnos, nos negamos:

exiges silencio y sofoco

será amor estas entrañas removidas

un escalofrío sentirte para mí

tengo aún la fantasía

la pasión detonada

sorbo que me aniquila (31).

Moncada León explora tres fronteras simultáneas: poesía, erotismo y misticismo. Límites flexibles: arcos de espejos. Por un lado, la representación de la experiencia mística por excelencia es el canto: de aquí viene la recurrencia a las entonaciones musicales en varias partes del poemario. Las palabras-cuerpos en los “cantos”, como lo hace en el poema “Variaciones”, no están quietas. Ellas están atadas en un constante desarrollo y vaivén, flotan y vuelan en una melodía de visiones que conjugan y se funden. Un juego de imágenes: sus transformaciones mantienen la base del ritmo y las variaciones del tono. La melodía y el tempo dan el sentido a las impresiones en cada parte del poema (andante, allegro, molto largo, andante vivace, presto). La música alcanza límites que la literatura no toca. Más sensible y mucho más libre del conceptualismo de las palabras, las notas reclaman su propia expresión sin recurrir a más técnicas o herramientas como en lenguaje poético. Por esta razón la música es perfecta para retratar el vínculo con la trascendencia. En otro caso, para poder expresar tal conexión con el Otro, la mística debe, “inventa palabras” reflexivas, porque ninguna es suficiente para transmitir tal sentimiento. Esto explica los juegos y combinaciones de Moncada León a lo largo del poemario, y en es especial, en el poema “Variaciones”; en la paradoja (oración revuelta) incomprensible de las palabras se encuentra la misma expresión buscada:

aeroplano, aeroduende, aerohuida (70).

El erotismo transforma la naturaleza humana en un acto maravilloso con su propio significado. Como dijimos arriba, las palabras-notas se convierten en algo más, en la poesía se condensan y reposan sobre un sentido simbólico y sensorial. Se mueven en el abismo.

siluetas vivientes su claroscuro

intimidad expuesta a suspiros

ventana traspasable a espejos nuevos

        se va hasta la muerte

viaje al erotismo el bien y el mal

los músculos tensos el fino trazo

quien puede negarlo        se va hasta la muerte (46).

Las sombras se ven, es más, se convierten en el espejo de los amantes. Allí ven la realidad: todo se detiene en la muerte por éxtasis. Como sombras-reflejos, ambos desaparecen hacia donde van todas las cosas, al vacío. La muerte es el coro, lo que se repite, que es constante, y que jamás se podrá borrar. Porque para alcanzar ese estado de representaciones auténticas, sea en cualquier de los tres escenarios ya mencionados, es necesario recurrir a la presencia de la muerte: “¡Oh cauterio suave! / ¡Oh regalada llaga!/ Matando, muerte en vida has trocado”, dice San Juan de la Cruz. La voz se da a conocer mejor una vez hecho el tránsito por la muerte:

casi un suicidio manejar la lengua

o quizá la pluma

y el tiempo de un principio acelerado

sin poesía ni coherencia (59).

así es la muerte de mi voz

La muerte de “yo” es aceptar al Otro, pero hay una situación que complica el asunto, y es donde el erotismo deja relucirse mejor. Nos desvanecemos al dejar pasar al Otro, porque nos hemos mutado en su espejo: ahí nos descubrimos y nos vamos. Yo soy otro: en el me miro, y al mirarme, se mira. No existo sino en él y a su vez, su resguardo lo transforma en mí. Los lindes desaparecen y el lenguaje recupera su expresión genuina. Sin embargo, son ilusiones, pensamientos de insomnio o cavilaciones que de pronto invaden la imaginación. En realidad, el Otro es único, descuidado de mí y absorbido por el mundo, el mundo que no soy Yo. Poseerlo es arrebatarlo de aquello que precisamente lo hace diferente a mí: su libertad. El Otro me ignora, y peor aún, se ignora: es decir, me desconoce, porque Él soy Yo. Lo peor: no sufre por eso, parece no importarle. La voz poética de Moncada León es la que sufre por reunirse con el Otro, lo desea, pero Él parece absorto en la mentira del mundo de siempre.

quise escarbar el cuerpo aturdido…

caer al abismo y rutina…

y sólo encontré serpientes

la piel arrojada en el sepulcro…

has olvidado que eres yo:

mueres el espejo con resentimiento (85).

“Matar al otro”, poema largo que le da nombre a la obra y la concluye, es la solución que la voz ve para saltar las dificultades de su existencia absurda y sin sentido. Si debo convertirme en Otro, él debe verme igual, como Su Otro. Es decir, hay que, en cierta manera, obligarlo (acto misántropo). No queda de otra que verlo enfrente de mí y  hacer de mi muerte la suya: asesinarlo para matarme (ser Otro) finalmente. Matar al Otro es mi suicidio. Es más inmolación que asesinato, mejor sacrificio que un crimen: la justificación de una mortandad. Si tú eres yo, se debe admitir tu muerte como la mía; la muerte-orgasmo nos une. Permite hacer que mi amante huya conmigo como imagen, que nos adentremos en otro mundo que sea el juez y verdugo de este:

decir amor

lo mismo que matar por juego… (88)

El erotismo y la mística sirven como medio por donde se invoca al otro con un rezo poético, la daga que nos hace desangrarnos como dos espejos que se topan:

esto es suicidio

lo absurdo del espejo (91).

Por medio de una rica ironía, matar se convierte el pretexto para la trascendencia. De allí que en el prólogo del poemario se diga: “Busco carne blanda, suave y repugnante por el condimento de la juventud adusta. Carne que será la medicina para mi soledad, esa puta rastrera, para mi vestuario de misantropía”.  Odio/Amor, Muerte/Vida, Cuerpo/Imagen. Una y otra vez estas esferas se contraponen, y al hacerlo, la chispa abre una música lumínica, su fuego revela al poeta y sus deseos más profundos: desaparecer, ser respuesta para Otro.

La poesía trasciende la función principal del signo. El objeto no sólo es nombrado por las palabras, mejor aún, es trasmutado y colocado en aras del ritmo y métrica. El mundo se pule hasta la incandescencia y se repliega en el verso: allí se refleja en las palabras y se entiende así mismo. Es él mismo y a la vez, es Otro. Ha cambiado de vestidura para presentársenos en el poema: es más auténtico que nunca. Cada palabra, libre de toda representación anterior, a través  del contacto y conjunción con otras de distinto carácter, llega a su máxima expresión. ¿Pero ha superado los percances del propio signo como tal? ¿La poesía es capaz de mostrar ante los ojos de la imaginación aquello que señala y nombra? Los resultados jamás podrán confirmar un trabajo tan abstracto para el intelecto. Sexo del signo: exposición de la imaginación: cuerpos que se desvanecen. El mundo es más nítido cuando dos se abandonan, unos en el Otro.

Matar al “Otro” de Mauricio Moncada de León es un salto de fe. La modernidad que ahora termina destruyó la ilusión de un yo autónomo y libre por naturaleza; el largo crepúsculo del ideal moderno que vivimos parece emitir los mismos rayos. Mauricio Moncada renuncia a ser “yo”, separarse de lo que significa el primer sustento del hombre moderno. Al ser libre, flota. No existe el camino de regreso y el resultado nos separa de todo lo que nos rodea. Así es la poesía: incertidumbre en cada palabra, conocerla y escucharla nos hace distintos. Las dudas que le lanzamos responden silencio, pero tiene un sentido. Antes de partir no tenemos idea de la existencia al otro lado de estos límites. Quizá me espere mi pérdida total, tal vez me aguarda una salvación: existir por el Otro. No queda de otra: hay que salir y hablar, a ver si responden. En la soledad, sólo se puede rezar, invocar, vislumbrar lo absurdo del mundo. Algún día se aparecerá nuestro espejo. ¿Qué le diremos? Que nos acompañe. ¿A dónde? Al suicidio que le tengo preparado. Lo he soñado desde que salté hacia la Verdad. Podrá morir en paz, como yo, doblemente tú.

Moncada León, Mauricio. Matar al “Otro”. México: Ediciones de Medianoche, 2007, Impreso. 


Luis Mario Carmona Marquez

Luis Mario Carmona Márquez

Ha participado en diversos congresos: en el Congreso Nacional de Estudiantes de Literatura y Lingüística (Guadalajara, 2019) y (Zacatecas, 2020); en el XIV Coloquio Nacional de Literatura “Efraín Huerta” (Guanajuato, 2019). Ha sido y es el secretario general del Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes “Jesús Gardea” (ENEJJG), del periodo 2019-2020. Posee una publicación en la revista Leteo y Proemio.

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