Quinto número

Leyendo «Desierto sonoro» de Valeria Luiselli, Ian García

Hace no mucho tiempo alguien declaró la muerte del autor. Qué cosas tiene la vida: ese súbito desvanecimiento arrastró consigo, parece, el nombre de quien lo concibió. El desgraciado se hizo un harakiri. Permanece en nuestra memoria, no obstante, un tal Roland Barthes. A mí la muerte del autor siempre me ha parecido una invitación a la agrafía: el texto evaporado en un suspiro. Así describiría Desierto sonoro (2019), de Valeria Luiselli. Una novela que poco a poco se difumina; semejante a líneas escritas sobre la arena que se llevara el viento.

Hablando de escritores que no escriben, o que escriben con citas, fue precisamente Enrique Vila-Matas, autor de Bartleby y compañía (2000), quien por medio de un video en YouTube me orilló a leer a Valeria Luiselli. Creo que el mentiroso de Vila-Matas presentaba la última novela de Luiselli, su Desierto sonoro, como un himno pocho a la supresión de las fronteras, en sentido amplio. (Las fronteras de cualquier tipo: geográficas, políticas, ideológicas o literarias). Creo, he dicho, porque para ser sincero no recuerdo sus palabras exactas. Lo que sí recuerdo es que la presentación tenía lugar en la feria del libro de alguna universidad española. Vila-Matas leía en voz alta un fragmento de la novela y yo quedé enganchado con el juego de ecos entre una madre y su hijo. Su hijo que no es suyo sino de su esposo; aunque ya casi se convierte en suyo. Al terminar la conferencia, casi de inmediato, compré aquel tocho gigantesco, de cerca de quinientas páginas, para empezar a leer a la que sería la nueva revelación en mi panorama novelesco contemporáneo. Es decir, se comprueba la tesis de Roland Barthes. Muere el autor y nace el lector. O mejor: muere el autor (Vila-Matas) y nace la escritora (Luiselli).

Estuve cerca de tres días con aquella novela sutil. Me sorprendió la ligereza con la que una prosa tan fuerte se acercaba a la intimidad de una familia que, a su vez, era frágil y dura. Pluma Ligera se llamaba el niño —su nombre de apache chiricahua—; la niña: Memphis. No sé si por lo retador de la estructura o por lo que de clásico permanece en la forma; no entiendo si por la sencillez de las imágenes, que en ocasiones son verdaderas imágenes, es decir, fotografías, o por la complejidad que de pronto toma algún capítulo hacia el final (en especial el que trata de la historia de los niños indocumentados montados en La Bestia); lo cierto es que uno queda prendido. Queda imantado, como esos seguritos que se usan para sostener ciertas vestimentas y adornar. El recurso es exacto: uno queda reducido a mero adorno, mientras la historia de los niños perdidos y la pareja extraviada avanza. Aunque, ya digo, no lo sé. No termino de comprender ese desorden de historias y citas y alegorías. En cualquier caso, leí la obra acústica de Valeria Luiselli y lloré interminablemente, de impotencia, supongo, de coraje o de amor. Muere el lector y nace la historia.

Francamente, jamás he disfrutado con novelas largas, menos cuando semejan ríos u océanos (en este caso, un oceáno seco); sin ir más lejos, he abandonado unas tres veces Los hermanos Karamazov, pues no logro la concentración para sobrellevar esa cascada de descripciones realistas. Sin embargo, con Desierto sonoro tuve la sensación de estar dejando a la mitad una novela torrencial, al tiempo que, ciertamente, la leía de cabo a rabo. Así, sospecho —entre listas interminables de libros dentro de cajas, de cuadernos y cajas adentro de un auto, de fotografías de cajas y autos—, sublimaba mi necesidad de dejar a la mitad un libro de largo aliento. La voz de Valeria Luiselli, mexicana, ya casi estadounidense, por no decir americana (en el mejor sentido), se corta, vira, se redirige y aterriza siempre en una autopista. Pasadas algunas millas, la escritora siente como un ímpetu de abandonar el mundo, su mundo, el que ha creado. Decide entonces terminar un capítulo y empezar el que sigue. De tal suerte que el lector, en mi caso, un lector lento y pesaroso, ni resiente el pasar de las páginas. Igual que dormir en el asiento trasero de un auto que rodara sobre una carretera llana.

Un elemento más: Luiselli parece seguir a los que ya antes han intentado construir una novela de cuentos, de otras novelas o de poemas —aun cuando estos hayan sido redactados por el mismo escritor—; solo que la mexicana añade al concierto de ecos y voces deshiladas un elemento personalísimo: el panorama político y literario del que surge. Los inmigrantes, o más específicamente, los niños inmigrantes, emergen en la novela a modo de personajes insólitos, envueltos por un aura de misterio y de realidad. ¡Realidad, sí! Porque no, los niños perdidos no son los niños de la cruzada en Las puertas del paraíso (1961), de Andrzejewski, ni tan siquiera los muertos vivos de una Comala más fantástica que tangible. Luiselli habla con las voces de los niños reales, de las infancias reales —en algún momento incluso intervienen una serie de fichas de desaparición que recuerdan al archivero de Bolaño, en 2666, el recuento de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Ese corro de chicos es, en un determinado momento, primo hermano de los niños que viajan junto a la protagonista y su esposo, en el asiento trasero del coche. No diré más al respecto del coche, del asiento o de los niños. Temo arruinar la lágrima que arranca un venturoso encuentro.

Y sin embargo, en Desierto sonoro Luiselli no es panfletaria (no cayó ella en el sueño del boom latinoamericano; la hiperbólica Luiselli prefiere “soñar caballos”); pues un avión de pronto se puede convertir en un cohete espacial; o un hotel, en la residencia de Elvis Presley —reconfiguración, desplazamiento del imaginario estadounidense—. De sopetón, su hijo, que ahora sí es ya su hijo, se transforma en astronauta. Mayday, quisiera decir Luiselli (no la madre —el personaje—, Flecha Suertuda, sino la narradora en persona), socorro, necesitamos ayuda, ¡nos están matando! ¡Nos están desapareciendo!, quiere decir. Mas no lo dice. Se lo calla. En lugar de eso, juega a ser una escritora perdida. Nueva lectora, a decir de Barthes, que ha olvidado leer los libros que había llevado en el auto para el camino. Muere la autora y nace la novela.


Ian García

(Ciudad de México, 1997) Se diplomó en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria «Xavier Villaurrutia» (INBA). Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de México y actualmente cursa la Maestría en Filosofía, en la Universidad de Guanajuato. Ha publicado poemas y cuentos en revistas literarias de México y España: Cuatro versos (Monterrey, 2017), Autor/ La nueva generación de escritores hispanohablantes (Madrid, 2018), Polen UG (Guanajuato, 2020).

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