Aquí donde nadie me conoce, donde puedo caminar sin el nombre clavado en la frente, donde no soy más que nada, aquí soy, y desde este lugar me dirijo al océano, aquella boca inmensa que traga con lenguas de fuego, vórtice en donde el miedo y la disonancia se vuelven polvo.
Cubro mi cabeza con un velo, tapo mis ojos y camino a tientas. Así sé más, veo más claro. Los sonidos, la representación de seres con recuerdos o grafías, todo es nada, infinitud, ausencia. Sólo quedan cabezas grandes y pequeñas, sin rostro, que ruedan por el campo lleno de capullos, de párpados que se abren a mi paso y descubren las miradas que se perdieron antes de llegar al mundo.
Camino entre ellas y pienso en la luz que no llegaron a conocer, en los grandes lugares que frecuenta y en la mentira de sus costumbres. A veces me veo tentada a extrañar y añorar los juegos de colores, la seguridad frívola, el placer de las imágenes y la calidez de la vida, pero no lo hago.
Mientras camino, observo las sonrisas que cuelgan de los árboles y, al igual que siempre, no me apetece ninguna. Son trampas para la mendicidad del viajero, quien será devorado al devorar, justo cuando las sujete por las comisuras e imite el gesto, como un simio frente al espejo en donde todos se pierden y se internan en un inmenso vacío.
Quizás se pregunten cómo lo sé. Pues, esto no me lo ha revelado ninguna lengua semejante a las que pueblan el aire y percibe el oído. Lo sé, porque lo dice un cadáver de plumas secas que me sobrevive, aún rebosante de intuición y palpitar eterno. Su nido es mi pecho, su canto es poder en lo sutil, alquimia cuyas notas se convierten en pisadas ascendentes que me separan del suelo hasta presentir el éter de las almas, los bordes de la vastedad, la anulación de las ideas y del tiempo. Pero, cuando ya siento que me pierdo y me fundo, el viento abate mi espíritu; tropiezo y de nuevo caigo en la seriedad de las cosas. Luego, mi alma se arrastra soportando su propia peste y la de los hombres incompletos que habitan el barro. Gran obra de la Naturaleza, estoy de nuevo en tus dominios. Sin embargo, he de abandonarte y continuar siempre en dirección al océano. Necesito deshacer mis harapos, convertirme en una partícula vibrante hecha toda de la paz que se encuentra en la danza furiosa de las aguas. Pero ahora, como tantas veces, llego a la orilla de este trozo de tierra y me inclino ante la cuenca con el propósito de sumergirme; mas no encuentro lo que busco, la dicha suicida, la calma de quien en las fauces del lobo reconoce el hogar. En su lugar me recibe tembloroso un reflejo, la vía de regreso al Samsara, el horror. En mis ojos todavía hay un punto de luz, de orgullo incandescente.
Victoria Marín

(Costa Rica, 1991). Se ha desempeñado como asistente editorial, asistente de docencia, gestora cultural, tallerista y expositora. Además, figura como autora en distintos proyectos de CR, España, México, EE. UU. Es directora de Revista Virtual Quimera y compiladora de Anábasis, antología de narrativa fantástica y ficción histórica.
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