Quinto número

Punto de cruz, Miguel Ángel Peña

El rebozo cuelga sobre mi cabeza, la tela me acaricia las mejillas húmedas; Mamita le bordó unas flores con punto de cruz y también mi nombre, pero Olvido intentó quitarle el nombre para que ella pueda usarlo. Es que Mamita me lo dio para que guarde porque todavía no me lo puedo poner; hasta que sea grande me pasearé con él por toda la colonia. Lo bueno es que está bordado con hilos gruesos y Olvido no los pudo rasgar. De todas maneras, se lo pone: cubre su cabeza con él para salir a comprar y todas las vecinas se lo chulean. Ya vi que siempre anda escondiendo mi nombre con su mano. Está tan hermoso que aquí en el ropero tiene un lugar especial en el que lo colgamos para que no se arrugue. Te digo que Mamita sí me quiere, aunque sólo sea mi abuelita materna; mi verdadera mamá, Olvido, no.

A través de una rendija por la que se filtra un poco de luz miro los pies de Olvido; con el jalador está desaguando el piso. Siempre entra la lluvia por las láminas del techo. Las gotas golpeando el metal me asustan, pero no tanto como los truenos que ya comienzan a escucharse. Mamita me dijo hace tiempo que me guarde aquí adentro para que no me alcancen los relámpagos. Ya sabes dónde, es el ropero alto que tenía Mamita en su casa, nos lo regaló. Cuando me pongo de pie en él todavía no alcanzo su techo, y su madera ya se está rajando por los años.

Ay, Papito, Olvido dice que te moriste por mi culpa, pero no le quiero creer. Mira, desde hace rato no he dejado de llorar y ya me está doliendo el pecho y la garganta. Es que Olvido no quiso que yo fuera con mi Mamita porque está lloviendo. Ya no quiero estar aquí porque hoy vendrá Omar, el novio de Olvido, y a mí me da miedo. Me duele la panza de pensarlo. Ojalá que cuando él llegue sigan cayendo truenos para que me pueda quedar en este refugio, porque cuando él esté aquí ya no podré irme, aunque deje de llover. Dice Olvido que irse cuando recién llega alguien es una grosería y a Omar lo tengo que respetar.

Imagino lo molesto que estarás al saber lo de Omar. Ahora me seco una lágrima con la punta del rebozo. Mi Mamita seguramente hizo el frijol con puerco de todos los lunes, se me antoja mucho. En cambio, Olvido está cocinando ese puchero que no me gusta. Son dos cuadras las que me separarán de casa de Mamita el día de hoy; nunca me atrevería a salir con la amenaza de los rayos.

Sólo Mamita sabe por qué me da miedo el novio de Olvido, por eso se peleó con ella. Olvido no le creyó ni a su madre, y fue peor porque me castigó. Al menos me deja seguir yendo a verla, aunque ellas ya no se hablen. A Mamita se lo conté el mismo día que la vi bordando mi rebozo, bueno, en ese momento todavía no era mío. Estaba terminando unos pétalos rojos sobre el cuadrillé cuando le pedí que me enseñara a bordar, pero ella no quería hacerlo porque sabe que Olvido se molesta. Es que mi Mamita no me prohíbe aprender de ella mientras plancha o costura, pero Olvido sí. Creo que porque sólo los adultos pueden hacer esas cosas.

Antes de contárselo a Mamita estábamos peleando porque yo quería bordar como ella lo hacía y se resistía a enseñarme. Lo bueno es que le gusta escuchar historias, siempre la encuentras junto a su albarrada enterándose de los chismes que las vecinas le traen. Ya te acordarás cómo es ella. Por eso me propuso un trato: si le contaba una buena historia me enseñaría a hacer el punto de cruz. Lo único en lo que yo pensaba ese día era en eso que pasó con el novio de Olvido, por eso se lo conté a Mamita. Mi pobre viejita terminó llorando y en vez de acabar las flores, se puso a bordar mi nombre. Me dijo que ese sería mi rebozo.

No sabes cuánto quisiera cubrirme con él, pero si lo bajo de ese palo ya no podré colgarlo por mi cuenta. Mejor me conformo con las tiritas que me hacen cosquillas en la nuca.

Pero mira lo bueno, Pa, sí aprendí a bordar y lo hice rápidamente mientras veía a Mamita escribiendo con la aguja. Luego me pasó otra aguja con hilo y me fue diciendo cómo debía dar las puntadas. La tela era un pedazo de cuadrillé que aún no tenía propósito de formar parte de alguna prenda. Logré bordar la “M” de mi nombre en grande y le dije que otro día continuaría con el resto porque me cansé con sólo esa letra. Aún no lo termino, tal vez mañana iré a acabarlo.

El olor del puchero que está cocinando Olvido ya invadió toda la casa, pero no es ese el olor que me gusta. A mí el que me está haciendo babear es el del dulce de calabaza, se está impregnando a la ropa de aquí adentro y la madera que me rodea huele mejor al combinarse con ese aroma a azúcar quemada. Hoy es el tercer día que lo pone al fuego para que quede cafecito como me encanta, aunque, no es para mí. Es el dulce favorito de Omar, pero con mucha suerte me va a tocar un poco.

Al menos mi Mamita me enseñó a cocinar ese dulce con la condición de que no le diga nada a Olvido, y bueno, ahora tú también lo sabes. Sólo ahí en su casa me deja prepararlo y se para en la puerta de la entrada por si alguien se asoma, para no dejarlo pasar. No sé a qué edad me dejarán hacer las cosas que me gustan sin que me tenga que esconder mi Mamita. Omar ya debe estar por llegar, lo sé porque le gusta que le sirvan la comida recién hecha, y el puchero ya huele a que estará listo. Me dan ganas de vomitar, es que no lo quiero ver.

Ya no llueve tan fuerte, dejó de meterse el agua a través del techo, pero aún están tronando las nubes. Olvido toca la puerta del ropero, quiere saber si voy a comer para que también me sirva y comamos con Omar. Le digo que no porque tengo miedo, me deja en paz porque piensa que mi miedo es por los truenos.

Un estallido me eriza la piel y siento retumbar la madera bajo mis piernas. La puerta de la entrada también suena contra el puño del hombre empapado. Me sudan las manos. Escucho la voz de Omar saludando y los labios de ambos juntándose entre los ruidos de baba. Miro por la rendija, es un señor calvo, chaparro y malhumorado. Siempre está haciendo sonidos con la boca como si tuviera restos de comida atorados entre los dientes. Se me humedecen los ojos. Pregunta por mí y cuando le dicen que estoy en el ropero se dirige hacia acá y mueve la mano para saludar, como si supiera que lo estoy mirando.

Desde donde estoy sólo alcanzo a ver un pedazo del comedor. Omar se sentó en la silla que me queda enfrente y mientras escucho el ruido de los platos en los que Olvido está sirviendo la comida, él mira hacia a mí y se toca los labios. Pienso en que si me saliera del ropero no tengo otro lugar a donde ir para evitar a ese señor, pues en este mismo cuarto colgamos nuestras hamacas para dormir.

Lo oigo levantarse de su asiento y parece que vendrá hacia aquí. Olvido habla a sus espaldas mientras él camina lento y responde poco. Sus botas salpicadas del cemento de donde trabaja golpean el piso. Tiemblo. Me paro adentro del ropero buscando refugio en la madera vieja. Abrazo mi rebozo colgado y aún lo miro por la rendija. De vez en cuando se voltea para hablar con Olvido. Mis dientes castañean. Aprieto mi nombre bordado.

Otra persona toca la puerta con mucha insistencia de repente. Grita. Reconozco la voz de doña Mosa, le dicen así por chismosa. Es una vecina que vive más cerca de mi Mamita que de aquí, no la conociste. Omar abre la puerta y Olvido, con el plato de puchero en las manos, atiende a la inesperada mujer. “Es su mamá, doña Olvido”, le dice. Después de unos minutos de escucharla, el plato surte el mismo efecto contra el piso que yo: la carne desparramada. Que ya se murió mi Mamita le dicen a Olvido. No puede ser verdad, Papito. Dice que fue a pedirle hojas de plátano para hacer tamales y se la encontró tirada en la entrada de su casa. No supo si se resbaló o le dio un disgusto. Cuando llegó la vio en el piso abrazando un pedazo de tela con una “M” bordada. Ya estaba fría, dice. Que las hijas de doña Mosa la están acostando en su hamaca mientras ella vino a avisar.

Los labios tiran de mi cara hacia el piso y me duele. Siento algo en mi pecho y no puedo ver. No tengo fuerzas para salir, todo lo escucho desde la rendija. Mi rebozo, él sí me abraza mientras veo a Olvido abriendo el ropero. La luz me lastima los ojos. No me mira, se le escurren dos lágrimas mientras busca entre las telas dobladas, hasta que encuentra la sábana blanca, la que tiene el único bordado que ella ha hecho. Aún con las piernas entumecidas me preparo para seguirla, pero me empuja y me cierra las puertas con la llave que le entrega a su novio. Pateo las puertas. Sigo escuchando los truenos, sólo que ahora me asusta más que no esté mi Mamita. 

—Cuida a Miguelito, que no puede ver a su abuela así—le pide a Omar.

Me duele mucho la garganta y me cuesta respirar. Quiero ver a mi Mamita, no es cierto que se murió, debe ser un invento de Olvido para alejarme de ella, porque ella sí me quiere y me está bordando un hipil. ¿Y si sí se murió? Aunque no me quiera, Olvido no miente, tú bien lo sabes. Además, doña Mosa vino a avisar, no creo que se hayan puesto de acuerdo para inventar una mentira así. Abrazo más fuerte mi rebozo.

El sonido de mi llanto casi me impide escuchar los pasos rápidos con los que se acerca Omar. Se me escurre entre las piernas un poco de pipí. Me tiembla la boca. Quiero ver a mi Mamita, sólo ella me defendería si Omar me intenta hacer otra grosería. Ya se quitó el cinturón, lo escuché. Pongo todo mi peso sobre la puerta para que no se abra. Omar intenta pasar la llave, y se me sale un grito. Las puertas me golpean la espalda. Escucho su respiración agitada, parece que está muy molesto. Mi cabeza duele porque me dio un portazo, pero no ha logrado abrir. Me tiemblan los dedos con los que enredo el rebozo alrededor de mi cuello. Es que sólo así estaré contigo y Mamita, así como le hiciste tú. Tal vez ahora sí ya estés listo para quererme. Qué bueno que se atoraron las puertas. Además, creo que así colgado también se me verán hermosas las flores en punto de cruz.

Miguel Ángel Peña

Miguel Ángel Peña

(Mérida, 1998) Estudiante de letras en la UADY y en el Centro Estatal de Bellas Artes.

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