Yo, Ágrafa, última pitonisa de los coloridos templos de Apolo, póstuma intérprete de los imbricados designios que arrancan olores a hierba calcinada, escribo esto. Afuera de nuestro columnado templo, los piadosos están prendiendo fuego al maderamen. Con mazos están destruyendo los cerúleos mármoles y con sogas precipitan las estatuas. Nosotras, las últimas, estamos encerradas aquí, en el seno del templo. El olor de la muerte ya nos cerca. Sabemos el futuro que nos aguarda: lo vimos, lo sabemos.
Por las puertas entra el chamuscado hedor del bosque. A pesar de que ya sentíamos el filo de la daga en la garganta, nos reímos cuando declararon que, antes de quemar el templo que en él hunde, calcinarían los espíritus lascivos que habitaban la floresta. ¿Qué de malo en aquellos númenes? ¿Qué mal les han hecho ellos, las ninfas lascivas y las impúdicas cabras, el divertido Sileno? ¿Acostarse juntos embriagados de sus humores en una muelle cama de flores? Ah, pobres absurdos, para ellos sólo violar o castrarse; para ellos el ayuntarse puede ser sagrado o maldito pero dulce no, dulce, jamás. No harán dulce nada, ni el amor ni la muerte.
Hemos sido profanadas desde tiempos inmemoriales; muchas veces hemos tenido nuestra venganza y otras muchas, no. Ifigenia, la sacrificada por su padre en las barcas inmóviles; Casandra, la más infeliz de las profetas; Andrómaca, la de ojos llenos de guerra; Hécuba, doliente de hijos destrozados; Elena, la banal que sembró de muertos las riberas del Escamandro; Pentesilea, la rebelde aplastada. El crimen, el incendio y la catástrofe no nos son ajenos; el llanto, la venganza, y la furia de las que nos precedieron hace que los ojos se nos hinchen de lágrimas pero también que nos tiemblen los puños de ira. Se nos antoja la venganza de Medea contra el ingrato Jasón tanto como emular a la Antígona que cayó por su fidelidad. Nuestras mismas diosas han llorado, han sido raptadas, han encontrado la retribución, han sido malvadas y víctimas. La valiente Artemisa nos ha protegido; Atenea nos ha traicionado y vendido al reino de los hombres; Démeter hizo perecer al mundo para recuperarnos.
Extranjeros ha habido antes, y también nos han traído pestilencia y muerte. Pero no importaba: después de cada catástrofe volvían en multitud los antiguos relatos y revelaban que en la catástrofe y en la muerte, en la injusticia y la verdad todo está lleno de dioses. Qué bello decirlo. Todo nuestro misterio está aquí, en que los dioses nos escuchan, en que hay dioses de la razón y de la sinrazón, de la destrucción y de la verdad, nuestros y extranjeros. Todo está lleno de dioses. παντα πληρη θεων ειναι. Las esferas están llenas de divinidades porque han venido corriendo, naufragando, penando o conquistando desde la negrura del caos; algunos huyen, otros son desterrados, algunos han muerto. Si los antiguos conquistadores traían a sus dioses, al final acababan siendo hermanos en sangre de los que aquí ya habitaban. Los que nos pasarán a cuchillo esta vez, empero, son distintos. Estos hijos del desierto, sin embargo, vienen anunciando lo inaudito, lo más hórrido que se ha escuchado: todo está vacío de dioses. Estos hombres vienen vaciando la tierra. Creen que existe sola una idea de lo divino fuera del mundo, única, tan grande que no se le percibe, tan resplandeciente que es invisible, tan omnipresente que está ausente. Entonces, ¿qué es? ¿un ojo? ¿un pensamiento?, ¿un espectador de nuestra muerte?
Ese dios mudo tuvo un hijo, nos dicen. Era el Agnostos Theos, el dios desconocido pero siempre presentido, que hablaba como los filósofos, prudente como Quirón, valiente como Teseo y como Dionisos sufrió, se le desmembró y fue resucitado. ¡Inclúyanlo, dijeron algunos! ¡Déjenlo entrar en la procesión de los divinos! Pero entonces sus partidarios nos dijeron lo inaudito, lo antinatural: aceptarlo como dios implicaba arrasar a todos los demás. Así, las compasivas enseñanzas de este filósofo eran aplastadas por el vacío de ese Otro quien viene por nosotras, quien creó el mundo natural pero inexplicablemente lo desprecia, quien nos creó a nosotras pero nos aborrece. Es ese Otro quien no entiende que nuestra labor es leer las entrañas del tiempo para saber que el temor y el temblor vendrán una y otra vez aunque no por eso se nos quite el estremecimiento. La Naturaleza también lamenta, también muda de color, también se pudre, también gime, también se enciende en llamas.
¡Ya escucho como derriban las puertas! ¡Ateos! Los oráculos no habrán de parar. Derribarán los templos, coronarán con sus insignias las ruinas desoladas. Pero aun así, en el más obscuro recinto de su impertinencia, los escocerá el deseo de nuestras revelaciones. Tendrán la sed milenaria del orden natural retratado en enigmas. Preguntarán y apagadas las hogueras, escucharán nuevamente una respuesta: será nuestra voz. Entonces, todo se volverá a llenar de dioses. Volverán los altares en los caminos, volverán las procesiones irisadas, volverán las profetisas, las cantantes, los bailes, las danzas, las alegres supersticiones y las repugnantes maldiciones. Habrá pequeños dioses de la sabiduría, otros que pastoreen animales, otros habrá pertinentes para atraer la lluvia, otros para protegerse del rayo, otros que cubrirán al viajero y otros que lo matarán. Otros nombres les pondrán, los cubrirán de otros hábitos, pero seremos nuevamente nosotras. Otras mujeres recluidas entrarán aquí y tendrán sueños caldeados que atravesarán su mente; éxtasis nuevamente. Todo esto será lo más bello de su culto en contra de su dios que tiene la locura de creer que es el último. Muchas serán inmoladas, otras serán erigidas diosas. Como siempre. Y otra vez vendrán otros destructores de altares. Dirán que es nombre de la pureza y traerán nuevamente el furor del dios ciego, mudo, absoluto. Vaciarán las templos, quemaran nuestras imágenes, nos arrastrarán a la calle: otra vez el bosque quemándose y otra vez nosotras al silencio. Nunca el espíritu castrado de perversión dejará de perseguirnos, nunca. Nos desoirán hasta que un día la Naturaleza los arrojará de su costado, como un animal que se sacude una plaga. Entonces, de las ciudades derruidas, volveremos.
Pero, a pesar de nuestra futura vuelta, en este preciso quebrarse del ciclo, ¡cuánto estallará cuando penetren! ¡Cuántas vasijas quebradas donde no hallarán nuestras huellas! Porque no, nuestras huellas no parecen posarse en nada, parecen no imprimirse en ninguna parte. Desaparecemos sin resto alguno. De la umbrosa antigüedad se nos legan las ruinas donde deliberaron ellos, ¿pero dónde estábamos nosotras? Encerradas: para nosotras las únicas puertas francas son la del claustro. Incluso para mí, incluso en este momento, incluso yo hablo para un dios que exige mi propio ahogo. Destino de la raptada Perséfone: la reclusión por sólo un grano de granada. ¡Un grano de granada! ¡El mínimo pretexto nos destina a la cautividad! ¡Un solo grano de granada nos obliga al silencio! El más mínimo error, nuestra más mínima culpa, un solo grano de relumbrante escarlata es el tamaño de nuestra culpa permitida. Y entonces, allá abajo, el silencio, sólo el silencio, siempre el silencio hasta la vuelta de la primavera radiante.
¡Amigas de los dioses! Es momento de despedirnos. ¡Hemos de irnos legando los últimos designios! ¡En trance, en viva voz antes de que se corten las gargantas! Y para mayor enojo de los que nos sitian no serán invectivas contra ellos ni contra su demiurgo. Serán las respuestas que ya no alcanzamos a dar: la fortuna de una mercader, la suerte de una esposa, la muerte temprana de un infante, el designio de una tránsfuga, el quiebre de una anciana; todo lo que hubiera acaecido si ellos no hubieran emergido de su ciudad desértica. ¡Canten hermanas mías que este mundo se acaba! ¡Canten hermanas que el mundo ha vuelto a comenzar!
Monserrat Torres (Ciudad de México, 1989) Estudió Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. Actualmente se encuentra escribiendo su primer libro de cuentos, sobre la casa de su infancia.
Andrés Díaz Aguilar (Ciudad de México, 1987) Egresado de la licenciatura de Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.
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