Esta es la historia de mi mechón favorito. Él vivía en la parte trasera de mi nuca. La manera de encontrarnos fue por simple casualidad. Yo cepillaba como de costumbre mi cabello una mañana. Ese día, lo tenía hecho una cascada, imposible de contener con una liga. Seguía tocándolo, pensando en que tal vez lo podría sujetar con una trenza, cuando sentí un mechón como el interior de un caracol. Formaba una espiral tan estrecha, pues era la mitad de largo que los demás mechones. Desde aquella ocasión, intentaba saludarlo todos los días con mis dedos y, si él estaba de humor, respondía con sus diferentes texturas contra mi piel.
A veces creía saber cómo se encontraba cada que lo tocaba, pensaba que se sentía triste cuando era un río que descendía de las altas montañas, o que estaba enojado cuando era como las algas secas que pisan los pies desnudos en la playa; puede que estuviera feliz cuando era tan suave como el vestido de novia de mi mamá. Podía hacer todas esas suposiciones, pero nunca estuve segura de estar en lo correcto. Había ocasiones que no lo encontraba por meses, o tal vez estaba ahí, pero se escondía de mí entre los demás mechones, o incluso podría no estar en mi cabeza, se habría ido a pasear a otras cabezas para que otros dedos lo pudieran sentir.
Cada noche, al dormir, debía permanecer boca abajo si quería escucharlo cantar. Las melodías que lanzaba a la noche me recordaban a tiempos en donde no había dolor ni paz, en donde reinaba el vacío, siempre me hacían soñar con cuartos blancos sin paredes y en ríos de agua salada. En ocasiones, sentía como descendía de mi nuca a mis dedos, se enroscaba en cada uno de ellos hasta dejarlos morados y levemente fríos; cuando se agotaba, descansaba en la palma de mi mano, pero siempre regresaba a mi nuca antes de que yo despertara.

Yo era feliz con mi mechón que no podía ver, espero que él haya sido igual de feliz cuando vivía en mi nuca. Nos tuvimos que despedir un día de primavera, el viento soplaba y en cada bocanada traía varias ramas que se atoraban en mi cabello. Eran tantas, que los pájaros venían a mí y me encomendaban sus huevos tibios. Al llegar a casa, intenté deshacerme de ellas: las empecé a jalar cuidadosamente, algunas cedían, pero a otras les crecían manos que se sujetaban firmemente de mis mechones. Entre lágrimas, decidí hacer lo que más temía, y uno a uno vi cómo caían todos mis mechones. El frío de las tijeras rosaba mi piel cada vez más, algunas ramas intentaron meterse en mis oídos, se aferraban a mis hombros, a mi ropa, evitando a toda costa el piso.
Cuando llegó el turno de mi mechón, sentí que fue el más fácil de cortar. Las tijeras apenas lo rosaron cuando ya estaba dirigiéndose a ese mar de mechones en una perfecta caída libre. Sin pensarlo, lo seguí, no quería que se fuera, no sin despedirse, no sin tocarlo una vez más. Nunca imaginé que fuera un gran nadador, porque por más que me sumergiera, no conseguía alcanzarlo. Tal vez nunca quiso estar en mi nuca. Ahora, en las noches en donde la luna guarda silencio y el viento descansa, puedo sentirlo, por un instante, una vez más. Se desliza entre mis dedos y, en mis sueños, me saluda como los viejos desconocidos que somos.

Ajelet Cabrera
Alejet Cabrera (Veracruz, 1995) es estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Letras Españolas, de la Universidad Veracruzana; es originaria de la ciudad de Cancún. Ha publicado en medios como La Palabra y el Hombre y Tintero Blanco, también colaboró con la revista Pérgola de Humo en la presentación del libro Dimorfismo (2019).
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