Cuarto número

Entrevista con el escritor Luis Paniagua

Entrevista a cargo de Francisco Martínez

Ávidos de conocer un poco más sobre la escritura poética y los procesos creativos que convergen en la pluma del poeta y ensayista Luis Paniagua, el equipo de Los Demonios y los Días nos permitimos realizar una serie de preguntas al poeta, pensando especialmente en sus obras □ (Dirección de Literatura-UNAM, Revarena Ediciones, 2017) y Umbrales (Universidad de Guanajuato, 2018), con el fin de que nos compartiera sus comentarios. 


Pensamos que ahí en la poesía hay un camino a la vez tan lejano, y a la vez tan cercano, como los pasos que se van dando en su búsqueda. El camino resguarda un punto vislumbrado como meta. En la poesía, ese “llegar” es como una pregunta tan fría y precisa, o es más bien como arribar a esa región a la que se comienza a preguntar una “proposición” nada arbitraria. Pensando en este camino, me gustaría conocer cuál es la pregunta que usted ha querido hacer en la poesía, si es que se ha querido llegar a preguntar.

Me parece que hay dos cabos importantes en esta aproximación. Mencionas un camino a la vez lejano y cercano. Desde mi punto de vista, esa ambivalencia es esencial en la poesía, al menos desde mi propio ejercicio. Siempre he creído que la poesía aparenta estar al alcance de la mano, pero, al intentar asirla, se desvanece. Tocamos, si es que algo tocamos, una huella, una evidencia de su aparición, una impresión marcada en el sitio por donde pasó. Como dijera Neruda: un relámpago que deja en la razón su quemadura. Cuando escribimos poemas intentamos comunicar esa especie de “relámpago”, pero lo que acaso alcanzamos a entender de esa descarga (y eso es lo que, con suerte, logramos pronunciar) es el ardor que obtuvimos a cambio, el recuento de una lesión sólo demostrable a través de una trama textual; un cedazo confeccionado mediante palabras envuelve ese trauma, y a su través se manifiesta, en ocasiones, algo de la savia de ese cuerpo tocado por el hecho prodigioso de la aparición de la poesía. El poema, pues, a mi juicio, es la evidencia de una herida. Y ésta, como toda herida, es ruptura: consciencia. La poesía, diríase, (aun así de redundante) nos hiere de consciencia, y a través de ello puede orillarnos a estar en el mundo de un modo más alerta, en el sentido coloquial de la palabra, pero también en su sentido etimológico.  

Por otro lado, con respecto a la pregunta, considero que su propio concepto guarda inherentemente su envés, la respuesta. Por tanto, es imposible referirse a una sin connotar la otra. Así, me parece que el poema es como una moneda lanzada al aire: puede ser pregunta, puede ser respuesta, lo mismo para el lector que para el propio poeta. Pero esta pregunta es también, en cierto modo, una especie de “pregunta retórica”, la cual se utiliza para señalar su respuesta, que está implícita. El poema, entonces, aunque guarde la esencia de la pregunta, es siempre su propia respuesta. Octavio Paz decía que todo lector encuentra en el poema lo que buscaba porque ya lo llevaba dentro. Para mí, la pregunta implícita en el poema tiene que ver con el lugar que ocupa el individuo en medio del azoro de ser, por un instante, una consciencia plantada en el centro del mundo. Así, el poema deviene intento de articular esa experiencia que explica a la vez el mundo y la propia mirada que lo observa. En conclusión, la pregunta que yo me hago en el poema (que más adecuado sería decir que formulo) es sobre el lugar que yo, como individuo, ocupo en un mundo revelado por la poesía; qué tengo yo que hacer ahí; por qué y para qué eso que atestiguo. 

Si existe la posibilidad de una respuesta, ¿cómo ha experimentado esa dudosa y fiel respuesta de la poesía?

Edmond Jabès decía que hay los que se angustian porque no dan con la respuesta, pero que también están aquellos que ni siquiera merecen la pregunta. Aunque, como ya mencioné, para mí la pregunta en el poema implica su respuesta, yo estoy aún en la fase de la pregunta, no he podido todavía ni siquiera balbucear una respuesta. Las piezas están dispuestas sobre la mesa de la experiencia poética, pero creo que sólo siendo un verdadero místico, un ser a la vez fuera del mundo pero conectado con cada pequeña pieza, es posible acceder al acomodo adecuado de ellas para lograr vislumbrarla. Mientras las capacidades con las que nos acerquemos a esos elementos sean las del hombre común que por momentos se ve agraciado con el acceso a la experiencia poética, no se alcanzará el interior, sino el umbral: la pregunta. La respuesta, aunque implícita, suele ser elusiva. Aplica ese dicho que supone que si quieres esconder algo debes de ponerlo a la vista. La respuesta como confirmación, aunque por el momento yo he podido vivir gracias a la duda razonable.

Dentro de la experiencia poética que cada obra nos ofrece, se recae, se descansa sobre un vínculo entre ese ser poeta y la vitalidad que hace el poeta. ¿Qué libro le ha permitido ese vínculo entre su actividad como poeta y su papel en la sociedad? 

A riesgo de no comprender cabalmente tu pregunta, y con ello ofrecer una respuesta fuera de lugar, prefiero reflexionar en torno al tema del poeta y su papel entre los suyos. A la sociedad posmoderna de la crisis del capitalismo le gusta dictar preceptivas pero, al mismo tiempo, odia que le digan qué hacer. La actividad general en las redes sociales es un ejemplo de lo que hablo: voces (más que voces, preceptos desaforados pero, paradójicamente, en busca de aprobación) lanzadas en todas direcciones, distorsionando los canales de comunicación. Habrá quien encuentre lo sublime en esto, la evidencia de la contemporaneidad; yo no soy uno de ellos. Para mí, tanto ruido genera confusión. Y en medio de lo bruno, que es su consecuencia, es necesario hallar un hilo para salir de ese laberinto auditivo cuya bestia resulta más aterradora que el mítico Toro de Minos. Para ello, a mi juicio, hay que dejar el precepto y retomar la pregunta (¡bendita pregunta!) crítica. La pregunta, pues, implica ignorancia, pero, lo que es más importante, ignorancia activa: búsqueda. Y en toda búsqueda también se puede leer algo cercano a la humildad. Tras la suficiencia (léase igual soberbia) del que ostenta certezas y es capaz de dictar preceptos, está el que duda, el que se interroga pensando, con Sócrates, que una vida sin preguntas lanzadas en todas direcciones no es digna de ser vivida. El que se pregunta quizá no puede indicar por dónde ir, pero por lo menos puede referir por dónde no; tal vez, su mayor aporte pueda ser el contagiar la fiebre con la que se pregunta: el ánimo de buscar otra forma posible sin imposiciones, con una libertad que lo ayude a encontrar la cadena de sentido que le acomode no solo al que pregunta sino al que está junto, al prójimo. Siempre hay alguien cercano —dice Joseph Brodsky—, un vecino. Nadie te pide que lo ames, únicamente intenta no herirlo ni molestarlo demasiado. 

No concibo la poesía, el poema, solo como una sucesión armónica de sintagmas que dan fe de la pericia verbal de quien las fija en un soporte. Quedarse en ello es quedarse en la superficie; lamentablemente, nuestros tiempos lo propician: el vértigo en que estamos inmersos no nos permite profundizar, no hay lugar para hacerlo. La especialización ad nauseam, que es otro modo de la superficialidad, nos aleja de ver la realidad como un todo, con componentes que son, incluso, reacios a nuestro control de “seres civilizados y tecnológicamente avanzados”, sujetos a la más estricta racionalidad. En ese contexto, cierto regusto esotérico reviste a una afirmación como la que realizo con respecto a que la poesía está más allá de la pericia del poeta y de su juego verbal. Existe un componente vital que no es fácil de cuantificar, sino a través de monitores que, a su vez, no están a la vista y no son, tampoco, monitoreables. Un amigo me decía: no existe un “poetómetro” para medir la calidad de la poesía. En efecto, ese aspecto de la poesía es inmensurable pero comunicable mediante los lazos que la propia poesía tiende con el lector a través del poema. Así, el poema es un vehículo que transporta la fiebre por la pregunta. Es un fin en sí mismo en cuanto a muestra acabada de un fenómeno que participa, a un tiempo, de una naturaleza física y metafísica, pero no el fin último de la poesía. Para mí, el papel del poeta es el de ser un agente detonante de la libertad en la conciencia de sus congéneres. Entrega, a través de los poemas, no certezas sino animosidad por su búsqueda a través de las preguntas que se adecuen a cada individuo. Obviamente, la utilidad de la poesía no es comparable a la utilidad de un objeto meramente material: una silla será útil para posarse en ella mediante una limitada cantidad de posiciones; el artesano la fabricó con ese fin, y cada potencial usuario la ubicará gracias a esa finalidad. Por el contrario, el poema no busca una utilidad explícita, por lo que le es posible abarcar una gama mucho más amplia de posibles usos, tantos como cada potencial usuario, pues cada cual verá en el poema algo distinto, incluso diferente a lo que el poeta quiso transmitir.

¿Qué libro ha determinado para usted una ruptura, alguna clase de horizonte donde comienza a poder verse hacia adelante o hacia atrás? 

Es una pregunta evidentemente complicada de responder. Me parece que ese horizonte, como el geográfico, se mueve igualmente mientras avanzamos. Soy de esos lectores que vuelven a sus autores de cabecera, pero que son sumamente infieles pues se ven seducidos por casi todos los libros que caen en sus manos. Pero, si hay que dar algunos autores y libros, diría que mi primer azoro en las letras se debió a Piedra de sol, de Octavio Paz. Luego de esa lectura supe que difícilmente podría alejarme de la poesía. Luego vino Fernando Pessoa y su sencilla profundidad; Cervantes y su desaforada lucha por la dignidad; Montaigne y su encierro en sí mismo; Séneca y sus efectos morales; Marcial y su aguijón en la lengua… y luego de esos, muchos otros que sería cansado enumerarlos, pero los anteriores creo que son mis piedras de toque.

(Fotografía: Rosalía Sámano)

LUIS PANIAGUA

(San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979). Es poeta, ensayista, promotor cultural y editor. Se crió y formó en el Estado de México. Es autor de los libros de poesía Los pasos del visitante (Ediciones de Punto de Partida de la Dirección de Literatura UNAM, 2006), Maverick 71 (Literal Publishing, 2013) (Revarena Ediciones-Dirección de Literatura UNAM, 2017), Umbrales (Universidad de Guanajuato, 2018), La patria es pradera de corderos segados por el filo y el veneno (Colegio de Ciencias y Humanidades-Naucalpan, UNAM, 2019) y Claro rastro del mundo oscurecido (STyC de Morelos, 2020).

Fue acreedor del Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry (2020). Fue becario del Fonca y del Focaem. Su trabajo literario se ha incluido en diversas publicaciones y antologías nacionales y extranjeras. Poemas suyos han sido traducidos al inglés y al portugués.

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