Cuarto número

La cruda risa: Salvador Martínez Rebollar

Iba en el transporte rumbo al trabajo, maldiciendo —como lo hacía desde hace una semana— mi falta de audífonos en el recorrido de una hora diaria, porque usualmente el rutero tiene infierno para el oído, pero no ese día. El chofer tenía sintonizado el noticiero en la radio que se mezclaba con el ruido natural de la ciudad por la mañana. La parte en la que presté atención fue una nota testimonial. La voz del hablante era algo aguda, rasposa, melancólica, y su acento era de otra parte del país. Lo presentaron como Guantecillo. El invitado comenzó la anécdota:

Mi nombre fue por muchos años Guantecillo, achicado del Guantecillo Valiente, que a mí me sonaba a todo dar ¿no?; pero, mi compañero y amigo, Pitirete, me decía que era un nombre muy largo y muy raro para un payaso. Pitirete y yo hacíamos show en las plazas de la costa desde muy chavos. La hacíamos de payasos de playa, de camión, de donde estuviéramos, porque para pasear había muchísimos lugares y todos servían para payasear ¿no? De las calles salía pal’ pan y no pa’ mucho más, pero total que nada más teníamos que ganar pues pa’ nosotros ¿no?, y éramos tan buenos que cada uno fácil le sacaba la cuota de risas a los niños, y actuando juntos a cualquiera le sacábamos hasta las monedas. Medio me acuerdo cómo nos presentábamos.

Guantecillo cortó un poco la narración mientras afinaba la garganta.

Ando fuera de práctica, pero iba más o menos así:

—Buena tardes tengan todos y todas ustedes, damas y caballeros, niños y niñas, sordeados y sordeadas, nosotros somos Guantecillo y Pitirete, su seguro servidor. Sí, así como lo oyen.

—¿Y A QUIÉN LE SIRVO?

—Óyeme Guantecillo, ¿por qué me gritas?

—O’que la, ¿no me dijiste: «Guantecillo, grita fuerte?»

Y así seguíamos hasta que se fuera el público o nos corrieran a nosotros ¿no? Así seguimos hasta que nos encontramos al Greñas, un miembro del gremio de payasos de la zona que nos vio en la calle. Se nos acercó, que le había gustado lo que hacíamos y nos invitó a la comunidad y nos prometió trabajo ¿no?

Y pues nos fue tantito mejor cada día. Nos ponían en plazas, nos hablaban para fiestas, nos ayudaban con los actos, a mí en el grupo me enseñaron a andar en el monociclo y a Pitirete a malabarear ¿no? Total que fue una vida no tan mala para nosotros que la vivíamos de las calles, de los aplausos y la caridad. Y así era hasta que esos… esos… esas escorias aparecieron.

La costa de por sí no era el lugar más pacífico ¿no?, ladrones e imbéciles pos siempre ha habido ¿no?, pero se podía pasear uno por las calles con cuidado. De repente, un día escuchas tronidos cerca de tu acto, y de repente los escuchas más seguido. De repente ya no puedes salir. Pero pues si no era de la calle y de los niños ¿de qué vivíamos? ¿no?

Nadie del gremio dejó de trabajar. Ya no éramos solo los pobrecitos pobres que le rogaban a la gente por monedas, éramos los que le daban a la costa algo para distraerse ¿no? Y esos… criminales seguro se dieron cuenta de que seguíamos haciendo reír, porque cuando tuvieron más poder, nos buscaron, nos buscaron a todos.

Me acuerdo cuando llegó una compañera llorando a una de las juntas, que le habían dado una bolsita con polvo, que para dársela a quien pasara ¿no?, que la primera era gratis y ya después se arreglaban con el precio, y se lo dijeron con una pistola apretándole las costillas a la pobre. ¡Por Dios, la encañonaron pa’ que anduviera destruyendo vidas! A ella nunca la volvimos a ver como payasa, dejó ahí mismo su maquillaje, la peluca y el traje brilloso. Y como con ella, se metieron con nosotros. Llegaron muchas veces a cobrarnos en las calles o en las playas, y a veces hasta en los camiones, que disque derecho de piso ¿no?, y les teníamos que dar lo que traíamos, y según éstos ya les quedábamos a deber la vida.

Al payaso se le cobraba por hacer reír y no podíamos hacer nada… ¿Qué nos quedaba? ¿no?… Casi todos nos retiramos. Pero Pitirete no. Él tenía un amor al arte tan grande que no dejó ni las calles ni las fiestas, y eso se le regresó con mucho trabajo, mucho dinero y muchos problemas ¿no? Para él ya era más que solo hacer reír, era como si dijera que uno todavía podía divertirse y que de lo que se tenía uno que burlarse ahora era de los pistoludos esos ¿no?, “porque si hasta nos reímos tantito de Dios y la muerte, ¿qué permiso les voy a andar pidiendo a esos?” decía. Pititrete nunca pagó un solo derecho de piso, y claro que eso no les gustó nada, ya sabes cómo son esos pinches ojetes. ¿Qué? Que sin grose… ah, perdón, perdón.

El último acto de mi amigo fue en una fiesta infantil. Nos dijo que no pasaba nada, que era en un jardincito privado y que se iba a cuidar, que le iba a pedir prestado el traje a un compañero pa’ que no lo ubicaran ¿no?, y ya tenía otro maquillaje listo. Hasta me llamó cuando llegó a la fiesta diciéndome que todo iba bien, que nada más había niños siendo niños y algunos padres siendo padres.

Me dijeron que fue rápido. ¡Paz paz! y se acabó. Los que lo vieron me dijeron que Pitirete había hecho un par de espadas y pistolas con globos y los chamacos empezaron a jugar a los piratas ¿no? A como era, seguramente él se habría hecho su pistola, y, en juego, habría respondido al ataque. Pero no. Había pasado poco después, cuando mi amigo empezó a hacer malabares… fue ahí… fue ahí, me dijeron, donde dos tipos llegaron en un auto de vidrios negros… fue ahí cuando…

Fue ahí cuando me tuve que bajar del transporte. Me dejaba a dos cuadras de la subida del trabajo, como si ir no fuera bastante pesado de por sí. Mientras caminaba, imaginaba a un hombre delgado y de mirada triste tras un micrófono terminando la anécdota. «Y fue ahí, me dijeron, donde dos tipos llegaron en un auto de vidrios negros. Uno bajó, se brincó el jardín mientras todos veían las pelotas de colores revolotear en el aire. El tipo saca una pistola, jaló dos veces el gatillo y se fue mientras todos seguían atónitos… ¿no?

Claro que Guantecillo no lo hubiera contado así, pero yo me apego a su compañero tenía nada más lo que duró el programa. Lo que sí imaginaba era la última escena de Pitirete. Un rostro frívolamente pintado, una peluca de mala calidad, los ojos en el cielo y la sonrisa marcada mientras hipnotiza a su público. Una pelota que se interpone en el camino de la primera bala en un noble e inútil sacrificio. El sonido hueco de la pólvora quemada comprimiendo al aire y un plástico que se dispersa junto con el polvo blanco que sale por la parte de atrás del cráneo. Una segunda bala a la que acompañan las risas en su camino a la boca. Y después caos. Porque en el caos ya no cabe la risa.

Imaginé al pobre Guantecillo, entrecortado, con maquillaje de payaso corrido y gastado y un par de lágrimas negras dibujadas cerca de los ojos, cerrando su participación al aire diciendo: “La risa llevada a su límite debe ser un payaso actuando en una fiesta viendo cómo le hace para que un hoyo en la cabeza nos resulte gracioso.

Salvador Martínez Rebollar 

Salvado Martínez Rebollar

(Cuernavaca, Morelos. 28/11/1995): Editor de las revistas literaria Trepanación, como creador ha participado en congresos estudiantiles y encuentros de escritores en varios puntos del país.

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