Para la chata
Corría, pues, la fecha de… ¡diantres! ¿de qué me serviría confiarles la fecha de esta historia? Si todos los infortunios del amor son eternos, y no importando la época, han de sufrirse lo mismo. Siendo así, les contaré la historia de dos criaturas que en sus tiernos años se amaron hasta agotar el significado de la palabra amor. Él la protegía bajo su manto alado como un ángel de la guarda. Nunca quiso hacerle daño y brotábanle las lágrimas al ver congoja alguna en el alma de su amada. Ella hubiese sido capaz de sacrificar su vida con tal de proteger la del amado. Lo quería, sí, lo quería con todo el ardor de su pecho y si el amor tuviera límites, los habrían quebrantado todos. Siempre ella estuvo ahí para cuidarle y darle ánimos en las faenas de la vida. En dos palabras: se amaban. Uno se daba cuenta desde lejos, al verlos volar juntos, al ver de qué manera herían el aire con esas formas tan artísticas de desplegar las coloridas alas. O al ver con qué beatitud se postraban juntos a entonar sus bulleros folclóricos en la rama de un árbol de moringa. Pobrecillas criaturas hacedoras de aquellos versos de Salvador Díaz Mirón:
Ay de los enamorados
que están en diversos puntos
y viven —¡infortunados!—
con los cuerpos separados
y los espíritus juntos.
Fue eso que llamamos destino quien se encargó de derramar la copa de cicuta para mis pajaritos. El primero en llegar fue Nicolás, cuando yo caminaba distraído bajo unas inmensas ceibas y al bajar la mirada me encontré con un polluelo rollizo y trémulo que luchaba por su vida. No hice más que lo que hubiera hecho cualquier humano y me lo llevé a casa para sanarlo. Le vi brotar las primeras plumas verdes y resplandecientes igual que la naturaleza. Ese antifaz bermejo inconfundible de la especie Amazona xantholora . Al poco tiempo se había convertido en un magnifico ejemplar adulto que comía de todo un poco y se paseaba a cuestas por toda la casa. Quise dejarlo en libertad, aunque al ver la ventana abierta, el templado Nicolás no hizo más que pasearse por el modesto jardín y permanecer siempre cerca como muestra de gratitud. Pero, después de un tiempo, el pobre Nicolás se puso triste y melancólico. Se pasaba gran parte del día parado en una rama cualquiera con la mirada perdida en los viejos robles. Imaginé que le haría falta una compañera y fui corriendo con la vecina a pedirle alguna de sus tantas aves que revoloteaban en la jaula de su patio. Y al decir eso pareciera que Jazmín, un estupendo ejemplar de Amazona oratrix, hubiese respondido al llamado, pues inmediatamente llegó a posarse sobre mi hombro con naturalidad y desenvoltura tales, que no dudé por un segundo que sería la indicada para remediar cualquier avícola tristeza. Era en mis ratos libres cuando salía a tomar aire fresco y me deleitaba con la majestuosidad de sus presencias. Los sorprendía, juntos, sin decirse nada, como sumergidos en alguna charla muda y emotiva. Nicolás tenía clavado sus pequeños ojos oscuros en la otra, viéndola, pensativo. Quizá recordándole el día en que se conocieron, diciéndole en su idioma: —¿Quién lo iba a decir? después de pasar tantísimos ayeres bajo el yugo del anonimato… Tan cerca pero tan lejos a la vez. Hoy estamos aquí, querida. ¿Quién hubiera sospechado de lo nuestro? Todavía te acordarás cómo era tu vida cuando nadie te importaba y andabas siempre acechante al piso. Hasta que un día llegaste a mí para sacarme de esta soledad amarga e indiferente. Mi amada Jazmín, te has de acordar cómo era tu vida cuando no tenías en quién pensar, cuando se hallaba vacía, muy vacía de amor. Cuando eras solamente tú contra el mundo.
Desde que lo miró por primera vez mi madre se enamoró de Nicolás, lo mimaba cual hijo suyo y le traía toda especie de semillas y frutos secos del mercado. Un tiempo trató de convencerme para que yo se lo diese; sin embargo, nunca acepté. Pues la idea de ver a Nicolás enjaulado y con las plumas cortadas me partía el corazón. ¡Castigo del cielo! Cualquier día mi madre se pone muy mal, sabemos que por su edad no le queda mucho tiempo de vida y debemos hacer cualquier cosa para complacerla. Entre hipos entrecortados y en tono de chantaje me persuade para que yo le lleve a Nicolás. Digo que sí con la cabeza, añadiendo la condición de que Jazmín tendría que ir también. Mamá se sobresalta de su lecho y dice no con el dedo: quiere a Nicolás solo, en una jaula frente a su lecho para que le alegre la vida con esos alborotos festivos típicos de él. Es inútil hacerla cambiar de opinión, además de que no soporta el amarillo ignífero en su frente, le ha agarrado ojeriza a Jazmín desde que sin querer un día le picó el dedo. ¡Madre inconsciente! ¿Por qué separar a dos enamorados?
Hay que cortarle las plumas largas a Nicolás para que no vuele, cortarle la libertad para que no vuele. Jazmín mira en eterno mutismo cómo su enamorado es metido en una tétrica jaula. Se va, lo sabe, sabe que no puede ir con él. Sabe también que quizá esa sea la última vez que lo vuelva a ver, porque de seguro la tristeza ha de matarla. Partimos esta tarde y Nicolás reposa en su jaula con una ola de sentimientos a punto de desbaratarse. No dice nada, sólo espera con paciencia su aciago destino. La pobre Jazmín lo espía desde los barrotes prometiéndole quizá en su idioma: —Esperaré tu regreso para siempre. Pondremos a prueba nuestro amor. Amor desgastado, sujeta el último hilo que nos queda. Ya no somos nada, es cierto, sólo somos las esperanzas quebradas de dos jóvenes que prometieron amarse hasta la eternidad— . Y Nicolás: —Tal vez esto no sea un adiós, sino un hasta luego. Tal vez esto sea una pequeña pausa de una canción eterna. ¡Mi Jazmín! ¡Mi amada Jazmín! Nos podrán separar todos los kilómetros que quieran, pero ya verás que nos volveremos a encontrar. No pienses que por hallarme serio, pensativo e indiferente, detrás de estos lúgubres barrotes de incomprensión no estoy dolido. Estoy ardiendo de dolor en el fondo, Jazmín, pero es mejor así, es mejor así. Yo quiero que seas feliz, sin embargo, no quiero atarte ni cortarte las alas como ya me las han cortado a mí. Tú eres libre y no estás obligada a esperarme. Si un día quieres volar por cielos más azules, adelante, que mi vetusto recuerdo no te lo impida. Piensa que mi felicidad está donde la tuya. Espérame si es tu voluntad, pues yo seguiré como hasta ahora: loco y enamorado. En menos de lo que te imaginas podremos hacer esa vida juntos que tanto hemos planeado. Surcaremos riveras, manglares y cocoteros. Nuestras sombras encima del mar serán inmortales. Jazmín…
Ya es hora. Levanto la jaula y Nicolás aletea enérgicamente soltando tres plumas tornasoladas al aire. Jazmín retrocede, se instala en la rama más cercana y desde ahí nos observa con atención. La jaula está en el asiento trasero ahora, cierro la puerta y nos vamos.
José Borges

José Guadalupe Borges Aguilar (Cd. Del Carmen. Campeche.) Estudiante de la Licenciatura en Biología marina en la Universidad Autónoma del Carmen. Gusta escribir en sus ratos libres. Ha participado en diversos concursos de poesía y lectura en voz alta, nunca ha ganado uno.
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