Otra vez Antonio había golpeado a su abuelo. Don Esteban lo abrazaba por la espalda hasta que el joven se tranquilizaba. Al mismo tiempo le contaba historias o le cantaba, poco a poco los arrebatos de su nieto mermaban y éste entraba en un sueño profundo.
—¿Otra vez te pegó ese animal? —gritaba la esposa de don Esteban.
—No pasa nada, sabes que está enfermo —contestó el señor.
—Un día de estos te va a matar —la mujer lloraba.
—¿Y qué voy a hacer?, ¿abandonarlo como hizo su pinche familia?
—Pero podemos… —el viejo, interrumpiéndola dijo: —Ultimadamente, el que lo cuida y quien se lleva los chingadazos soy yo. Fin de la discusión.
Don Esteban siempre fue la estrella donde orbitaba su familia. Educó a quince hijos. A sus sesenta y cinco años aún trabajaba y ayudaba económicamente a sus descendientes. Antonio nació con una enfermedad mental que le hacía imposible adaptarse al mundo. Llorando, uno de los hijos de don Esteban (el padre de Antonio) le confesó que deseaba matar al enfermo:
—Creí que te había criado para ser un hombre, tu hijo está condenado, ¿y qué? ¿Nada más por eso vas a tirar la toalla? —gritó el señor mientras su hijo estaba en el suelo por un golpe que le asestó el viejo.
—Para ti es fácil hablar, tú no tienes que soportarlo; que aguantar sus locuras y… —Una patada de don Esteban cortó de golpe las quejas del padre de Antonio.
—Muy bien, si quieres matarlo, adelante. —El viejo sacó una pistola y se la entregó. Iban a ir al monte para terminar con todo. El arma, en manos de su hijo, temblaba. Éste la soltó y de nuevo comenzó a llorar.
Don Esteban no quiso seguir golpeándolo, obviamente la situación rebasaba al padre de Antonio. El viejo se quedó con el joven, firmó unos papeles para ser su tutor legal y le dio una bendición a su hijo porque desde aquel día no deseó volverlo a ver.
La familia se fragmentó entre los que apoyaban a don Esteban, los que odiaban a Antonio por golpear al abuelo, y aquellos que pensaban en la cobardía de su hermano al no ocuparse del loco. En las acaloradas discusiones sobre el tema, bastaba un grito de don Esteban para imponer en la atmósfera un silencio incapaz de ser revertido. ¿Qué le podían decir sus hijos? “¿Te vamos a ayudar a cuidarlo?», claro que no, todos tenían la boca muy grande, pero los huevos quebrados.
Antonio gritaba todo el tiempo; se embarraba la boca y la ropa al comer; agredía a las personas; defecaba y orinaba como un bebé; golpeaba su propia cabeza contra las paredes; a sus veinte años hablaba como un niño de tres. La enfermedad siempre se topaba con la tranquilidad de su abuelo. De vez en cuando, Antonio experimentaba momentos de lucidez, abrazaba al viejo y le decía «papito».
Nadie sabía —ni siquiera su esposa— que don Esteban, en su niñez, vivió en las calles. Robó para comer, golpeó y fue golpeado al hurgar en los contenedores de basura que otros indigentes acaparaban. Cierto día, unos policías lo encontraron peleando y lo llevaron (por error) a un lugar conocido como La Castañeda, uno de los primeros hospitales psiquiátricos en México.
En ese lugar vio a todo tipo de enfermos, las mismas reacciones que observaba en su nieto lo transportaban a sus años dentro de la institución. Fue allí donde se prometió ser una persona fuerte para no sufrir lo que esos enfermos enfrentaban todos los días. Ese recordatorio no le permitía rendirse con Antonio, sería como abandonar las creencias que encaminaron su vida fuera de las calles.
Los golpes recibidos por su nieto apenas llegaban a dejarle moretones. Bajo la ropa de don Esteban se escondían heridas por navajazos, quemaduras de cigarro, toletazos y algunos impactos de bala recibidos en su adolescencia. Comparado con eso, los arañazos provocados por Antonio eran tímidas pinceladas en un lienzo que retrataba el infierno.
Un día, Antonio se le fue a los golpes a uno de los vecinos, el señor Adrián. Los hijos del último querían linchar al enfermo, rodearon su casa y estaban a punto de tirar la puerta. Don Esteban salió a hacerles frente, no iba armado. Le gritó al señor Adrián para que diera la cara. Los hijos, ante la voz recia del viejo, no pudieron esconder el temor que los hizo dar un paso atrás.
El otro jefe de familia salió al encuentro, no tenía muestras de haber sido agredido gravemente. El conflicto se arreglaría entre ellos dos. El señor Adrián abrió sus ojos con asombro al ver a su contrincante. Con la cabeza abajo, don Esteban pidió perdón por las acciones de su nieto: no perdió el tiempo explicando la condición mental del muchacho. Su propuesta era simple: “Él no tiene la culpa, pero si estás enojado golpéame a mí hasta que estés satisfecho. No voy a defenderme”.
Los demás también se quedaron boquiabiertos ante esas palabras. No las tomaron en serio y se disponían a golpear al viejo. Esta vez fue la voz del señor Adrián la que paró en seco a sus hijos. Les advirtió que no se metieran. Golpeó por varios minutos al abuelo de Antonio. Eran los golpes de un hombre violento pero no entrenado. La paliza era más aparatosa que dolorosa. Durante los golpes, el viejo pensaba que su nieto tenía más ferocidad en los puños que ese tipo.
El señor Adrián, con dificultad para respirar, terminó de agredir a un manso: don Esteban, a quien no le importaba lo que le pasara a él, siempre protegería a los suyos. Incidentes como aquel fueron recurrentes. La abuela de Antonio no comprendía por qué su marido se exponía hasta esos límites ante un loco; mucho menos entendía la calma de su esposo, una calma tan fuerte como los muros con los que Antonio estrellaba su cabeza. Al señor no le interesaban los consejos negativos sobre su nieto, no quería vivir pensando en lo peor, se negaba a vivir dentro del temor y de los prejuicios de otras personas.
El tiempo pasó y el viejo enfermó. Tenía más de ochenta años y el médico lo había deshauciado. El loco pasaba los días al lado del lecho de su protector, lo hacía en completo mutismo, ese era el lenguaje de respeto hacia su padre. Don Esteban reía cada que sus hijos iban a visitarlo y Antonio se les echaba encima. La familia esperaba lo peor, aunque no se explicaban la actitud tan optimista del abuelo.
Una noche, mientras todos dormían, Antonio tomó su posición habitual a un lado de su abuelo, lágrimas brotaban de los ojos ausentes del joven. No te vayas papito, repetía el enfermo. Don Esteban le acarició la cabeza, secó su llanto y pensó: “¿qué será de ti cuando me vaya?”.
Dos disparos despertaron a todos en la casa.
Juan Antonio González Díaz

(Estado de México, 1982) Es narrador. Ha publicado cuentos en revista Pirocromo de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, El Narratorio (revista argentina), en revista Pretextos Literarios por Escrito, revista Purgante, revista Fósforo, en revista Buenos Relatos (Barcelona), revista Elipsis.
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