[Reseña]
En el Zohar o Libro del esplendor —otro de los libros sagrados de la cultura hebrea— se habla con fascinante mística acerca de una de las imágenes que deberían quedar grabadas en la memoria colectiva sobre el gesto del desvelo: la Torah tiene un único amante que vive oculto, cuyos pasos se conocen gracias a que pasea frente a la casa de la amada. Él pasea continuamente y, estando frente a su puerta, ella abre de vez en vez un pequeño resquicio, muestra por un momento su rostro desde su palacio escondido, hace una señal y se esconde nuevamente. Él sabe que por amor suyo ella se revela: la sabiduría de su corazón y el intelecto del amor lo hacen reconocerlo. El amado pasea frente a la puerta, cotidianamente, en búsqueda de ver el rostro. Ella abre el cofre y se desvela cada día. ¿Cuál es la señal que la Torah le hace? Un día él se acerca, mira hacia dentro del resquicio y entra. Entonces —por fin— ella le habla a través del velo fino de palabras alegóricas. Sólo cuando ha adquirido familiaridad, la Torah habla con él y le declara ahora todos los caminos secretos que están en su corazón y que la hacen conectar con el amado desde el inicio de los tiempos. Él llega a reconocer cómo en una palabra están contenidos tantos misterios y su ritual esclarecimiento.
La “palabra oculta” es una imagen guardada valiosamente entre las páginas del Zohar. Su valor se encuentra en el desvelo de una declaración a la que —sin ser necesariamente místicos— podríamos acceder: amado, palabra y silencio comparten una misma tela fina. En Declaración de vida, poemario de Xochipilli Hernández, publicado por la editorial Reverberante (2020), hay una conjunción desplegada por una tela similar: la palabra avanza desde el espacio de la voz anónima (un no lugar) hacia la formulación de un génesis. El tiempo guarda su reparo en cada letra y la palabra sigue avanzando —ahora proféticamente— para enunciar la creación de una tierra estéril y fértil: su posibilidad dual se percibe cada vez que el cofre se abre, como un gesto de bienvenida a las faenas del lenguaje. Entonces la palabra avanza hasta declarar el silencio (se puede hablar desde el silencio, lo remarca la poeta) para así dar fe y testimonio de la vida. Palabra y silencio se funden en un dialogismo íntimo: alguno toca a la puerta y el otro abre. Los papeles se intercambian de cuando en cuando.

“El silencio, tambor de la esperanza, / silencio, caracol de vida”
Cuando se lee Declaración de vida, se lee el hilo del silencio, cuyo espacio no contempla la anulación o el acto de desdibujar una identidad (acaso la de la voz que canta), sino que, a decir de Rosario Castellanos, el silencio lleva consigo un “oficio de tinieblas”: su labor es doble y ambivalente: simboliza una orbe oscura, propicia para la temeridad por carecer de luz; evoca a la vez a lo “no manifestado”, a lo inefable: es un lugar que requiere de una oscura contemplación sobre —quizá— el infinito. El silencio y las tinieblas. Su vínculo está marcado por un hilo que traza los pasos para la búsqueda de un lenguaje apropiado (y de un ritmo) para poder decir la vida. En ella se contiene al mar, a la memoria de la infancia y al sueño, al aire y su canto condensando y a la mirada de la noche, elementos con los que se crean las fibras del velo entre los amantes.
En el poemario, el mundo no es grabado ni establecido sólo con cuarenta y dos letras —como lo dice el Zohar— sino es la vida la que comienza a fluir cuando las letras se unen y se separan y se vuelven a unir —asimétricamente, como la vida misma— en el instante que pasa durante el intercambio entre dos:

Estos versos de “Cónyuges” dan cuenta de un desbalanceado encuentro entre un instante medido en palabras y una cuantificación de lo silente (si es que cuantificarlo fuera posible). Si sólo el silencio es sabio, ¿cuántos movimientos entre lo no dicho se requieren para llegar a una declaración, a un desvelo? El sostén de intimidad que se graba en el poemario gira en torno al dolor y desdeña la miel vacilante de la vida: la autora manifiesta que para declarar-se, para declarar la vida, hay que marcar también sobre la piedra el dolor, como se habla de la risa, como se enuncian las aves, como se le da vida al otro al nombrarlo: “Tú eres canto y eres flor”, “Eres el nombre de las cosas sinceras”.
El poemario es una declaración bidireccional al ser espejo en la vida de la voz poética y al ser espejo de otros espejos, especialmente cuando los poemas adquieren un tono meditativo y profético. En este balancín óptico se alberga el ansia de infinito y se remarca con voz madura las posibilidades que tiene el lenguaje para crear nuevas consciencias sobre el otro a partir de la palabra y el silencio propios. ¿Hacia dónde van la palabra y el silencio si no es hacia la dirección que haga temblar el lenguaje y lo mueva y nos remueva con él?
Xochipilli Hernández nos hace ver en su poemario que antes de decir “Es viernes y te amo”, “Falta tu nombre aquí” —con eco de Rubén Bonifaz Nuño—, o antes de enunciar “Soy mis dos últimos suspiros”, hay que reconocer que la brújula que conduce a declarar la inagotable vida sigue siendo un poema breve.
Mariana del Vergel
Para conocer más sobre el libro:

(Tamazunchale, SLP, México, 1995). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán UNAM. Ha publicado en Revista Literaria Taller Igitur, Primera Página, Tintero blanco, Liberoamérica y en la antología “Basta, cien mujeres contra la violencia de género” editada por la UAM. Es autora del poemario “Declaración de vida” (Reverberante, 2020). Forma parte del consejo editorial de la revista De-lirio y de la Congregación Literaria de la CDMX.
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