Tercer número

Biografías imaginadas, por Nitzhui Morales Pineda

Al principio, él se mostraba incrédulo, se burlaba dulcemente de mí y me llenaba el rostro de besos tranquilizadores. «¿Cómo podría amar a alguien que no fueras tú?», me susurraba al oído mientras me abrazaba por la espalda. Entonces yo cedía a sus palabras, sucumbía a sus caricias y me abandonaba al placer de los cuerpos que embonan con precisión. Sin embargo, después del amor la desconfianza resurgía como una hiedra fibrosa que se sabe bien enraizada. Y entonces yo me balanceaba vacilante entre la certeza y la duda, insegura y desconfiada, al igual que el animal cauteloso que no quiere encontrarse desprevenido e inerme frente a la gran hecatombe.

Con la misma inexperiencia de una niña que juega a hacer malabares con fuego, quise poner a prueba la fidelidad de Alejandro. «Crearé mujeres ideales para ti», le dije desafiante. Mi marido entornó los ojos y me miró con reserva, sin saber qué contestar. «¿Serás capaz de no rendirte ante la idealidad del amor?» le pregunté haciendo gala de mi arrogancia. Alejandro me lanzó una carcajada burlona como única respuesta. Tomé su incredulidad como un desafío. Resuelta, entré a mi estudio y comencé a escribir la biografía imaginada de la ficticia amante de mi marido. No pude evitar sentirme intrépida, comprobando el entusiasmo de un científico excéntrico a punto de iniciar un experimento arriesgado. Las biografías imaginadas, claro está, tenían un inconfundible precursor: Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Pero, a diferencia del francés, mi afán por escribirlas no obedecía a la literatura que se justifica por sí misma. Mi objetivo era más prosaico y banal: tentar con ficciones la supuesta fidelidad de mi esposo.

Mi primera criatura creada con palabras no resultó lo que esperaba. El personaje de Marta era flojo, bastante plano. Marta Betancourt era una actriz de teatro de párpados cobrizos, caderas generosas y senos exorbitantes. Marta era proclive a la sensualidad, a las alabanzas a Beckett y al desprecio a Brecht. Presumía haber actuado en varias obras presentadas en los bonaerenses barrios de San Telmo y Palermo. Era un evento cotidiano, aunque no por eso menos excitante, admirar el liguero negro que asomaba sutilmente del vestido de Marta.

Alejandro leyó la descripción de Marta con una sonrisa de diversión y entonces comprendí mi fracaso. Fui muy ingenua al creer que a Alejandro le gustaría mi actriz. Obré de forma equivocada al escribir la biografía imaginada de Marta Betancourt pues abundé en clichés dignos de una película semierótica de bajo presupuesto. Después de Marta continué creando a otros personajes femeninos con resultados igualmente fallidos. Algo siempre se me escapaba. A mi marido le parecían demasiado frívolas o demasiado aburridas mis mujeres. Las creé dignas de un bostezo, nacidas para perecer inadvertidas en la boca oscura del olvido. Pero a fuerza de labrar el Santo Grial el orfebre termina aprendiendo de sus yerros. Poco a poco fui infiriendo lo que a Alejandro le placía y le disgustaba de las mujeres que yo creaba. Al observarlo leer mis biografías imaginadas descubrí sus inclinaciones, aquellas pasiones apenas latentes que él se esforzaba por disimular. Me fui perfeccionando en el arte de enamorar a mi esposo a través de mujeres que no existen, ficciones o sombras de sus deseos. Con fuerza de voluntad y gran esmero logré mi obra maestra, esculpida únicamente con mis seductoras palabras. Entre tachaduras y correcciones confeccioné a Regina, el alma gemela de Alejandro. La mujer que yo sabía que mi esposo idealizaría era, sin lugar a dudas, una maravilla. No pude evitar sentirme satisfecha de haberla creado. En la biografía imaginada describí a Regina Rastelli como una joven de veinte años de edad, con cabello castaño, ojos grandes, espesas cejas arqueadas, y boca de fruta cuyo néctar sólo puede extraerse mediante suaves mordiscos. Su cuerpo esbelto no desbordaba carnes con desenfreno y, sin embargo, prodigaba una discreta pero intensa voluptuosidad. Estudiaba literatura porque consideraba que no hay otra mejor forma de indagar verdades a través de mentiras. Era una exquisita melómana con notables dotes musicales pues tocaba el piano con una elegancia decimonónica. Además de ser dulce y cariñosa, uno de los mayores encantos de Regina residía en sus tersos y delicados pies que sus sandalias dejaban entrever al igual que un biombo incapaz de ocultar la provocativa desnudez de una amante.

Mientras Alejandro leía la biografía imaginada de Regina Rastelli, noté que había acertado en el blanco con ejemplar precisión. Me afligí y me enorgullecí de mi obra al mismo tiempo. No sólo el semblante de Alejandro se tornaba tierno y sus ojos brillaban como luminarias inagotables, sino también advertí que un indiscreto bulto comenzaba a erguirse en su pelvis. Cuando mi esposo terminó de leer la biografía sólo pudo murmurar: «impresionante, increíble», reconociendo ruborizado su derrota. Nos miramos en silencio por largo rato, como niños que se han quemado las manos por jugar con lumbre y el arrepentimiento los trastoca. Comprendí que el desastre estaba hecho y no había más opción que continuar. «¿Quieres más?» le pregunté de forma brusca, tratando de fingir indiferencia. Alejandro vaciló unos instantes y después, no sin vergüenza, me confesó que deseaba conocer aún más a Regina. Disimulé mi enojo, tragué mis celos. Ahora tendría que seguir escribiendo, confeccionando una historia para Alejandro. Yo había provocado el incendio y la obligación de propagar la ecpírosis recaía en mí. Retorné a mi estudio llena de recelo, con la sensación de haber caído en mi propia trampa pero con la voluntad de llevar esa situación hasta sus extremos más peligrosos.

Decidí abandonar la biografía y decantarme por la invención de una historia larga. Las semanas siguientes estuve enclaustrada escribiendo una novela erótica protagonizada por Regina Rastelli y Alejandro. Confieso que detallar las escenas de la ficticia infidelidad de mi esposo me provocaba náuseas e incluso podía sufrir un arrebato de cólera. Pero yo fui muy profesional y no permití que mis tormentas interiores obstaculizaran mi trabajo sino todo lo contrario. Exploté toda la sensualidad de Regina Rastelli con el fin de mostrarle a Alejandro caminos que ni siquiera él y yo habíamos recorrido juntos. Colmé la novela de escenas voluptuosas que provocarían en mi marido una concupiscencia incontenible. Pero, a pesar del placer que a mi marido le provocara leer mi novela, intuía que la sensualidad no sería suficiente. Regina Rastelli también tendría que ser la compañera ideal para él, un personaje entrañable que a lo largo de la novela guiaría a Alejandro hacia la realización de su existencia. Alejandro sería un hombre dichoso, admirable, casi heroico gracias al amor incondicional de su querida Regina.

Terminé la novela al igual que se concluye un crimen. Estaba exhausta, satisfecha de mi obra pero sintiéndome inevitablemente maldecida por ella. Nunca es fácil discernir la frontera entre engendrar creaturas y parir monstruos. Le obsequié a Alejandro el manuscrito y él lo recibió deseoso de sumergirse en la historia. Los siguientes días casi no interactuamos a pesar de vivir bajo el mismo techo. Alejandro no se separaba del manuscrito ni para comer. No nos dirigimos la palabra y eso me hacía sentir fantasmal. Comencé a imaginar que Regina Rastelli estaba con Alejandro en nuestra casa, cobrando más realidad que la que yo podía ofrecer a mi esposo, y cada vez esa fantasía me hacía sentir más invisible, más incorpórea.

Alejandro releyó el manuscrito varias veces, ya completamente enajenado. Sin que él se percatara, yo lo observaba de lejos. Las páginas del manuscrito estaban subrayadas con un rotulador fluorescente, llenas de post-it como si se tratara de una lectura escolar. Con indignación noté que aquellas páginas parecían húmedas, probablemente manchadas por el semen que Alejandro prodigaba con Regina cuando se encontraban lejos de mi mirada.  Exasperada por verme desplazada, los celos y la ira comenzaron a aflorar en mí, al igual que aflora la lava ardiente de un volcán en erupción.

Una tarde en que los rayos del sol se colaban por la ventana dorando nuestra sala, encontré a Alejandro recostado en el sillón. Leía el manuscrito como una adolescente que devora novelas cursis. Le hablé por primera vez desde hacía días, despertándolo de su sueño amoroso. Confronté a mi marido, le reproché la indiferencia con que me trataba. Discutimos sin evitar lo gritos y los reproches. Él reprobó mis celos y yo los justifiqué. Nos volcamos hacia la cólera, con la certeza de que ninguno de los dos iba a ceder a los empeños del otro. Exaltada por la ira, por el presentimiento de derrota, lo amenacé. Le dije que no permitiría que Regina cobrara realidad y usurpara mi lugar. Antes que eso preferiría matarla, destruirla para siempre, exiliarla de este mundo que no le pertenece. Le grité que escribiría la segunda parte de la novela, y la escribiría con inmenso odio únicamente para pormenorizar en la violenta y dolorosa muerte de Regina Rastelli. Después de gritarle, corrí a mi estudio. Cerré la puerta con llave y comencé a escribir con frenesí, empuñando el bolígrafo como si fuera la navaja del asesino. Enardecido y desesperado, Alejandro comenzó a golpear la puerta, implorándome que me detuviera. Pero yo no quería detenerme, estaba cegada por la sed de venganza. Escribí los primeros párrafos con una caligrafía huidiza, como si me sintiera perseguida por mí misma. Regina Rastelli estaba bajo mi poder y yo podría presumir mi falta de piedad durante la realización de su martirio. La rabia que me quemaba el corazón me permitió arremeter contra la blancura de la página. Los ríos de tinta corren mejor cuando el dolor les abre camino. Alabamos la capacidad creadora de los escritores pero en realidad deberíamos atemorizarnos por su destreza en el exterminio. No hay creador que no sea al mismo tiempo un avezado destructor.

El regocijo que me provocó incurrir en la venganza me impidió prever la magnitud de la desesperación de mi marido. Alejandro derrumbó la puerta. Al instante me empujó violentamente y caí. Escuchar el golpe de mi cabeza contra el piso me asustó menos que la furia de Alejandro. Él me arrebató las hojas de las manos y las rompió por la mitad. Tirada en el suelo, padeciendo el dolor de la caída, lo miré estupefacta. Su mandíbula estaba tensa, y respiraba apresuradamente con las fosas nasales dilatadas. Poco a poco comenzó a tranquilizarse. Me lanzó una mirada canina, llena del dolor y del arrepentimiento que sienten los perros después de morder a sus amos. Ninguno de los dos sabíamos cómo habíamos llegado a tanta crueldad. Hacía unos minutos que el sol doraba nuestra sala regida por el silencio y ahora una puerta derrumbada y una mujer derrotada yacían en el piso. «No podemos seguir así», dijo con un hilo de voz. Las lágrimas comenzaron a derramarse desde mis ojos. Alejandro también lloraba. «No podemos seguir así», repitió para sí mismo. Se arrodilló frente a mí y estiró los brazos para abrazarme pero yo lo esquivé. «¿Así cómo?», le pregunté con inocencia. «Juntos», murmuró y sentí esa palabra como un dardo venenoso que se clavaba en mi pecho. Alejandro se levantó y se dirigió a nuestra habitación. Yo lo seguí con cautela. Lo observé mientras él acomodaba ropa y zapatos dentro de una maleta. Sus movimientos revelaban tristeza pero también determinación. Cuando terminó de hacer la maleta, me dio un beso en la frente y se encaminó a la puerta de salida. «Lo lamento mucho», me dijo por última vez mientras cruzaba la puerta, cargando la maleta con una mano. Sospecho que se esforzó por ocultarlo para no ofenderme. Pero, a pesar de su esfuerzo, alcancé a distinguir debajo de su brazo las arrugadas y subrayadas hojas del manuscrito de Regina Rastelli. Alejandro cerró la puerta al mismo tiempo que una de mis lágrimas se estrellaba contra el piso para configurar una diminuta laguna salada acaso menos real que mi perfecta Rastelli.

Nitzhui Morales Pineda (Nitz Lerasmo)

Nitzhui Morales Pineda

(Ciudad de México, 1994) estudió la licenciatura en filosofía en la UNAM. Ha publicado en revistas literarias de México, Canadá y España. Forma parte de la antología de cuento Exploraciones quiméricas Vol. I (Grupo Editorial Lectio, 2019) y próximamente de la Tercera Antología de Escritoras Mexicanas.

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