Primer número

Madre: La ciudad en Rubén Bonifaz Nuño, por Milton R. R.

Rubén Bonifaz Nuño, hijo de un telegrafista, desde el Big Bang ya traía el tic-tac y la economía de la palabra, propia del casi olvidado oficio de su padre. En un acto soberbio, luchó por sus propios ritmos, para que no hubiera medida con la cual ser comparado, para que no hubiera sombra que lo cobijara. Se irguió como una estela prehispánica, como una cabeza olmeca, extraña e independiente.

Al inicio de su carrera literaria, en preparatoria, se vio sorprendido por los trompos colosales de Amado Nervo, “El canto a Morelos”, luego, cuando su amigo Emilio Uranga le llevó el libro Entre el clavel y la espada, de Rafael Alberti, se proclamó hijo de su tiempo: “Es como decir ‘yo no soy un hombre de mi tiempo. Soy un hombre del tiempo de mi mamá’ ”.1 explica Bonifaz.

Asegura que, como en sus poemas derrotistas de luz, al final, nunca ganó una pelea en toda su vida, y que debajo de la capa de su bigote habitan grandes cicatrices, memorias de sus encuentros. Su compañero de secundaria, Ángel Bassols, alguna vez cuestionado, afirmó que aunque Bonifaz no sabía pelear nunca se rajaba. A Rubén Bonifaz Nuño eso le hubiera gustado que quedara: “No sé pelear, pero no me rajo”. Quizá esta sentencia funde la búsqueda de los propios ritmos. Es como si dijera que no puede pelear contra lo clásico, y que por eso inventa sus metros particulares. De alguna manera Rubén estuvo siempre amparado por la tradición, dentro de ella por sus estudios clásicos, pero al mismo tiempo, fuera por el dominio de la musicalidad poética.

Fue ganador de los juegos florales de Aguascalientes en cuatro ocasiones: 1946, 1947, 1948 y 1958. Cuando participó por primera vez, perdió, obtuvo nada más que una lección de una hora sobre todo lo que se podía hacer en un soneto. Esta lección de Méndez Plancarte luego le hizo convertirse en tetracampeón.

Es Aguascalientes el estado a quien debe su carrera literaria, dice Nuño. Ahí conoció a Villaurrutia, Pellicer y Agustín Yáñez, La ciudad por entonces le parecía hermosa, no volvió a ella desde 1958. Ahí también obtuvo conciencia de su voz poética, a través de unas palabras que Yáñez le dedica en un artículo. Las sabe de memoria, las guarda y las comparte en una entrevista con Marco Antonio Campos:

[…] lo recuerdo de memoria, que en el momento en que yo recitaba le parecía estar de frente a un iluminado en momentos de liberación, ajeno a toda circunstancia; que más que un hombre de carne y hueso, parecía un fantasma inmóvil, que dejaba el espacio a la pura poesía, y ésta cobraba fuerzas mágicas, vibraciones y resonancias de misterio.2

Su voz fantasmal se homologa a la pintura mítica de Ricardo Martínez, de la cual, Bonifaz fue crítico. Hay una pintura de Martínez llamada Los músicos, en la que el hálito azul invade todo el cuadro y da forma a los dos personajes que cantan una serenata bajo la noche. Así es el aliento, la recitación de Bonifaz Nuño enmarca su propia figura y el silencio de su lectura. Aún se puede apreciar la potencia mágica de su voz en audios y vídeos disponibles en internet.

Fue hijo de Sara Nuño Scott, mujer que había tenido grado de coronel durante la Revolución mexicana. Diestra con el rifle, menos hábil con la pistola. La mujer fue para Bonifaz Nuño el Big Bang, el punto donde toda la materia se condensa y de donde todo parte. Rubén comparó la singularidad del Bigbang con la mítica escultura de la Coatlicue. Redimió así la oscura figura de la mujer prehispánica.

Pensó que era imposible conocer los pueblos prehispánicos a través de los códices, porque no eran más que transcripciones de los religiosos españoles, estaban contaminados e interpretados desde una visión ajena. Lo que era posible saber acerca de las antiguas naciones, se sabía por medio de la interpretación de los vestigios arquitectónicos y esculturales, únicas cosas puramente prehispánicas.

En Bonifaz, la mujer fue el inicio, fue el universo que no dejaba ni deja de crecer, metáfora de la ciudad que no deja de expandirse. Él fue un niño que buscaba ver debajo de las faldas de la madre, que dependió tanto de la ciudad —de su madre— que se volvió tímido.


La ciudad patética en Bonifaz Nuño

En la poesía de Bonifaz Nuño existe un pesimismo envalentonado que viene no del estar fuera del mundo, sino de la ciudad, de sus carátulas y sus reflectores. Es como si quisiera ser abrazado por esa cotidiana estulticia y, en el último instante, saliera corriendo orgulloso de su no ser nadie. Escribe:

Para los que miran desde afuera,
de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario.3

Bonifaz Nuño, orgulloso, opta por huir y mantenerse del otro lado de la ventana, como un voyeur: desea la vida que contempla, pero no quiere tocarla.

Este extracto del poema número 24, perteneciente a Los demonios y los días (1956) es un brindis, un grito de solidaridad con todos aquellos seres que viven de ver vidas en regla pero sin sabor a través de las ventanas. Aunque miserables, los mirones como Bonifaz Nuño valen mucho más porque al ser los vencidos, los ignorados y los soslayados, son los diferentes y legítimamente los únicos.

Los demonios y los días fue escrito durante una época de mucha pobreza material, escrito de pobres para pobres, pero que, más allá de representar una clase social —en palabras del mismo Nuño— representa a los de su misma clase espiritual: aquellos que se sienten inútiles y sin propósito. La verdadera pobreza es este estado del alma. No obstante, la voz lírica se regocija en su dolor, en su revelación: sólo el vencido puede ver a través de las ventanas, sólo el fracasado consciente puede fijarse en la ciudad de ventanillas iluminadas, sacar a la luz esa vileza de los detalles que nadie toma en cuenta.

El “poema 24” es un cuadro de cuadros de la vida urbana; Una fiesta, una mujer, un evento grandilocuente, una ventana iluminada y, por último, un hombre solo con su dolor; enfrentado a la informe pobreza, a la injusta y huérfana miseria sin año cierto de origen, inclemente, no elegida, sino asignada, imperativa.

El personaje que “no sabe bailar y es triste” luce romántico y sublime ante la inabarcable ciudad, pero se ve impedido de darle forma. El genio desaparece en la solidez del concreto y el asfalto. El poeta nace vencido porque no tiene material que moldear, pues la ciudad ya está hecha, es imposible de esculpir, de construir.

Este poema entreteje una denuncia y una convocatoria del pobre, lo patético del padecimiento de la miseria y la idea de que la ciudad vence derrotándose a sí misma, olvidándose a sí misma, destruyéndose a sí misma; ciudad caníbal, la ciudad sin luz. Si bien la ciudad castiga ciertos apéndices de su anatomía, ciertas extremidades suyas también hacen posible el anonimato y la chispa de la poesía. ¿Qué cosa es la luz de la ventana sino un momento iluminado? Momento que no se debe alcanzar para poder seguir escribiendo. Encuentro de soledades. La solidaridad no existiría sin el pobre, sin la desgracia, sin la tristeza. Sólo se puede simpatizar con el hombre vencido.

En Nuño, la ciudad está cubierta por un domo, es un ecosistema controlado, donde se hace llover para que la gente se encierre. Es un espacio de clima conductista, estado que el solitario vence. Pues, si bien tiene —pudiese tener— techo, no tiene refugio porque no lo comparte con nadie. A los hombres solos se les antoja salir a la lluvia y nadie más que ellos puede descubrir lo más íntimo en lo exterior:

Llueve en México; llueve
como para salir a enchubascarse
y a descubrir, como un borracho auténtico,
el secreto más íntimo y humilde
de la fraternidad; poder decirte
hermano mío, si te encuentro.
Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero.4

El hombre, en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, está fragmentado, se va haciendo —pues siempre va caminando— de pequeños gestos, de pequeños vestigios de naturaleza, reducidos, rebajados por los altos muros y la las múltiples paredes. La ciudad,como el hombre, es un rumor, un eco, un fantasma, parecida a un reloj fino de engranajes derruidos.

Algo se me ha quebrado esta mañana
de andar, de cara en cara, preguntando
por el que vive dentro.5

La ciudad de verdad no es lo que aparenta: vitrales, altura, arquitectura, monumentos, calles bien trazadas. La ciudad fundamentalmente está hecha de todo lo que queda detrás de su altitud y brillo, de los retazos, tanto de la agonía de la naturaleza destrozada como de tiempos que debieron haber muerto hace mucho tiempo, y que quedaron ahí suspendidos:

del grito de los gallos, del repique
a la vez desolador y alegre
con que madrugan las iglesias,
del testimonio de la dicha terrestre
que da un rumor de pasos
transitando la pie de la ventana.6

En el corazón del hombre y el de la urbe “Hay un latir de perros repetido/ encendiéndose lejos, y llenándome/ de algo sin socorro”.7 Escuchar el latir de perros repetidos es la porfía de lo lejano, el aullido tenue y reflexivo de lo que ha sido desplazado y busca el centro. A oídos nocturnos, siempre, solamente, llegan las voces de los perros más lejanos.


La ética ciudad en Bonifaz Nuño

La mujer es la ciudad, “la explosión creadora del universo”, Tenochtitlán vencida. Desde allá viene la maldición de la ciudad que practica la autofagia. La ciudad derrotada que no puede engendrar más que hijos subyugados. La capital, donde nadie se reconoce bajo la lluvia, en la que nadie se sabe ni se asume adorador de Tlaloc. Vencidos, porque negamos a nuestra propia madre, negamos nuestro pasado. Cuando uno ve cómo se hace el esfuerzo por hundir una ciudad, valdría la pena poner en duda el verdadero amor que el mexicano profesa a la madre.

Bonifaz Nuño critica la profunda aversión que tenemos hacia nuestro pasado indígena: observa, por ejemplo, que cada vez que alguien es impelido a recordar la raíz más profunda de la genealogía, invariablemente saca a relucir el antepasado español, como si descender del indígena fuese un pecado. Nuño cuenta que: “El mejor torero del mundo para quitarse la vergüenza de ser indio, aspiraba a ser humano, solamente porque un abuelo suyo había sido de Asturias”.8 Es por esto que en Bonifaz la lluvia es una suerte de purificación, de humectación de raza, sobre todo unas gafas que vuelven nítido al otro. La lluvia cura la ceguera: “Si tu paseas por Chapultepec o el Zócalo, o te metes a una escuela oficial, primaria o secundaria, si subes a un camión o, inclusive, al metro, no verás un español. Verás en todas partes caras de indios… de tal manera que mi lucha es por dignificar a esa mayoría, a que recobre su orgullo original de ser indio para que pueda adueñarse, otra vez, del gobierno del país”.9 Bonifaz Nuño, con sus estudios sobre las culturas indígenas, busca hacer que el hombre mexicano se reconozca, de ahí que el personaje vencido y bajo la lluvia de su poesía, provenga y sea identificable, sin duda, de y con el mundo prehispánico. Madre, Coatlicue de todos los que caminan por las calles para los que no sufren a consciencia.

En un pequeño texto llamado La ciudad y el templo, Rúben Bonifaz Nuño describe literariamente la evolución del valle de México, narra desde el encuentro con el águila en el islote:

En torno al templo, a la manera de crecientes ondas periféricas crecidas de la música, fueron ampliándose los cimientos de la ciudad. Sobre la música ilustre que en esas tierras acuáticas había existido desde antes, vino la ciudad a salir de entre las manos de los hombre (hasta que llegan los españoles y lo hunden todo)[…] Y el templo y la ciudad fundada sobre música raídos de la tierra en cuanto tenían de accesible a los ojos […] Pero bajo la tierra permanecieron, en el lugar de la roca, el nopal y el águila, los rítmicos principios de la vida primigenia, la semilla inmortal de aquella música. Y bajo la tierra, en ese lugar, aguardaron algo que fuera como un llamamiento.10

La lluvia es esa semilla, es el agua que permanece bajo la roca, el Atlépetl o cerro de agua, símbolo de la abundancia latente por tanto del carácter materno de los estados prehispánicos. Se puede pensar que cuando llueve en México:

es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver.11

Que cualquier recuerdo melancólico y triste, en el fondo, se debe a la pérdida y el sojuzgamiento de Tenochtitlán. El agua revive el dolor, pero también vivifica los templos indígenas que yacen enterrados en nuestra sangre, metáfora del despertar de la consciencia racial e histórica.


La eidética ciudad

Se puede inferir ahora que, para Nuño, la ciudad es un universo, caótico y femenino, madre que resguarda a los desconsolados y desamparados. La otra ciudad, la de la luz y el glamur, es un mundo incomprensible. La ciudad miserable es un estado de inconsciencia a punto de volver en sí. Por lo tanto, su visión de vida es urbana. Pertenece a la generación del 50. Hombres hechos con la ciudad. Para Nuño la ciudad es también el hombre. Las ideas que persisten son la ciudad y el fracaso, el anonimato y la imposibilidad de ser feliz. Respecto al arte en general ha escrito:

“Sospecha de ingenuidad o de mala fe resulta la actitud de la crítica que pretende hallar el mérito de un artista, su máximo valor, en el grado en que su obra refleja la época donde él vive; tal actitud, al convertir al artista en una suerte de notario cuyo valor nace de dar fe de circunstancias fatalmente perecederas, niega desde el principio la posibilidad de todo arte grande. Sería desfigurar las cosas hasta el absurdo, afirmar que el valor de la obra maestra se apoya en que su autor, al realizarla, reflejó los elementos de la época en que vivió, y no en todo caso, en que puede responder a la época en que vive el que contempla, cualquiera que esta sea”.12

Tal vez aquí se encuentre la razón de que la poesía de Rubén Bonifaz Nuño sea más para los de su misma clase espiritual que para los de su misma condición social; y por la que su ciudad sea más oscura, mítica y atávica, que fidedigna.


1 Estrada, Josefina, De otro modo el hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, UNAM, México, 2008, p. 64.

2 Ídem.

3 Bonifaz Nuño, R., De otro modo lo mismo, FCE, México, 1919, p. 140.

4 Íbidem, p. 233.

5 Íbidem, p. 263.

6 Íbidem, p. 23

7 Íbidem, p. 235.

8 Estrada, op.cit. p. 106.

9 Íbidem, p, 105.

10 Bonifaz Nuño, R., Elogio del espacio, UAM, México, 2011, p.19.

11 Bonifaz Nuño, R., Fuego de pobres, FCE, México, 1997

12 Íbidem, p.11.


Bibliografía:

BONIFAZ Nuño, R., De otro modo lo mismo, FCE, México, 1979

……………………….. Elogio del espacio, UAM, México, 2011

……………………….. Fuego de pobres, FCE, México, 1997

ESTRADA, Josefina, De otro modo el hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, UNAM, México, 2008.

Milton R.R.

Milton R. R.

Se cuenta entre las huestes anfibias de la literatura. Autómata y Licenciado en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas.  Imagina el paraíso bajo la especia de una imprenta. Actualmente trabaja las posibilidades de lo siniestro en la obra de Emiliano González Campos. 


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